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La noche de los taxis

La inseguridad en los taxis que circulan en Bogotá es de doble faz: la del conductor y la de los pasajeros. Ambos sienten fundados temores, como lo demuestran los testimonios de esta crónica

Texto: Daniel Canal Franco

[email protected]

Ilustraciones: Cristina Gaviria

 

En La Guajira los niños wayúu paran los carros con pitas, templándolas de lado a lado en mitad de la carretera. Arman retenes improvisados aflojando la cuerda solo cuando tienen el carro encima. Ellos lo hacen con la esperanza de recibir un par de monedas, para volver a la enramada y sobrellevar la pobreza. En Bogotá hacen algo parecido, no con cuerda, sino con alambre de púas. Paran a los taxistas en medio de la noche y les roban el producido, el carro, cualquier cosa que valga —económicamente— la pena. En Bogotá no son niños, sino atracadores.

Pero el peligro puede ir de lado y lado, la víctima bien puede ser el conductor o el pasajero.

Esta historia empieza un viernes a las ocho de la noche, cuando estoy llamando un taxi desde mi casa, y todas las empresas me dejan con una melodía pegachenta para no decir que no hay carros disponibles. Lo mismo pasa con las aplicaciones para teléfonos inteligentes: se quedan pensando y cargando y al final no confirman el servicio. Y aunque lo pienso, el primer error es salir a la calle.

Como me explica Andrés, el taxista que finalmente me recoge, parar un taxi pirata es muy fácil, sobre todo porque la gente no sabe distinguirlos. Los “zapaticos”, los taxis pequeños de baúl recortado, son los que más piratean. Como también venden los modelos para uso particular, “solo con pintarlos de amarillo y salir a ‘trabajar’ quedan listos”.

Y ya sabemos que las historias de paseos millonarios y atracos por parar un taxi en la calle ocurren a diario. A Sergio Spath le pasó un martes a las diez de la noche. Se devolvía a su casa en un taxi que paró en la calle 82 con carrera 12. El taxista, muy amable, conversó con él todo el camino sobre un documental de virus en National Geografic. El taxista le decía “es grave perder una parte del cuerpo, pero peor perder la vida”; podía ser un comentario al aire o una advertencia, pero Sergio no se dio cuenta de ello hasta después del robo.

A un par de cuadras de su casa el taxista se orilló, sacó un revólver y le apuntó directamente diciendo que era un robo. Al instante, dos hombres se subieron al carro, uno por cada puerta, obligaron a Sergio a mirar dentro de un sombrero y empezó el paseo millonario. Lo irónico era que minutos antes el taxista le explicaba que “después de las once toca pasarse los semáforos en rojo porque la ciudad es muy insegura”.

Le robaron el celular, la billetera, el reloj, y Sergio no podía ver nada. Después dieron vueltas durante casi dos horas en lo que le pareció una eternidad mientras le hacían preguntas sobre su familia: ¿quién era su papá?, ¿qué hacía su mamá?… Sergio se inventó una historia en la que él estudiaba de noche y trabajaba de día, su papá estaba gravemente enfermo y vivían de la pensión de su mamá. Todo con respuestas vagas intentando esquivar lo que pensaba podía terminar en secuestro.

Finalmente lo dejaron en la calle 69 con carrera 11 a la una de la mañana, tres horas después de subir al taxi. Incluso, durante el recorrido pasaron un retén de Policía. Sergio pensó que ahí terminaba todo, pero siguieron de largo. Mientras tanto el conductor preguntaba por teléfono si “hay otro hueco porque a este tipo hay que enterrarlo bien”. A Sergio lo dejaron ir con $10.000 que le dieron como subsidio para llegar a su casa y nada más. Él es corpulento y le pesa la mano, pero ante tres tipos y un revólver no había nada que pudiera hacer.

***

Andrés, el conductor del taxi en el que yo voy, no se sorprende con historias de robos, ni a taxistas ni pasajeros, porque es una conversación permanente dentro del gremio. “Solo en el fin de semana anterior [22 y 23 de febrero] robaron a catorce compañeros y asesinaron a tres, y el alcalde lo tapa para que no salga en las noticias”, dice Andrés. Aunque exagere, puesto que no está la información disponible para contrastar, lo que revela el comentario es la invisibilidad que tienen.

Para reconocer un taxi pirata hay tres cosas que se deben ver y que funcionan como garantía. La primera es que la placa sea de Bogotá, si es de otro municipio, es pirata, porque esos taxis no tienen permiso para trabajar en la ciudad. La segunda es que la placa esté pintada en las puertas traseras, aunque parece una tontería, los piratas fallan en este detalle, pero en la madrugada la gente no se percata de eso. Estas dos se pueden revisar desde antes de subirse al taxi. Y la tercera es que en los vidrios laterales de atrás debe haber una calcomanía con la placa, el número del cupo y un teléfono de contacto para cualquier queja. Revisando estos tres detalles se puede ir más seguro.

El problema, como lo dice Andrés, no es solo la inseguridad, sino el irrespeto que va de parte y parte. Él, aunque pierda carreras, no recoge borrachos porque ya le ha tocado llevarlos inconscientes al CAI, para que ahí traten de contactar a la familia y los recojan. Porque le vomitan el carro, porque se envalentonan y no le quieren pagar, porque no tienen plata y suben a la casa por ella pero nunca bajan. Para él, los buenos clientes se terminan a las once porque después se emborrachan. Pero el irrespeto también va para el otro lado.

María Alejandra Pombo estaba regresando a su casa un viernes en la madrugada, y el taxista le parecía muy correcto y decente. Al pasar por la carrera 15 con 106, motivado por la cantidad de prostitutas que a esa hora se concentran en esa calle, el conductor se transformó y empezó a hablarle de sexo. El taxista era un señor y María Alejandra tenía 22 años. El hombre le decía muy experto en el tema que “cuando las niñas perdían la virginidad después ya no pueden parar”, justificando a las prostitutas o insinuándosele a María Alejandra. Ella se asustó.

En las cuadras que quedaban hasta su casa el taxista siguió instigándola, por lo que ella dejó de responderle. Al llegar a su edificio, se disponía a pagarle mientras él la miraba por el retrovisor y no le respondía. Le volvió a preguntar cuánto era y el taxista en vez de responder reclinó su silla, dejó de verla por el retrovisor para verla de frente y le preguntó: “¿No quiere un poquito?”. El hombre se estaba masturbando mientras la veía sin ningún pudor, sin ningún reparo, con el pantalón desabrochado y la cremallera abajo. María Alejandra no supo bien qué hacer por la impresión; muy decente y confundida le respondió: “No, gracias”, se bajó del taxi y corrió hasta la portería de su edificio. Desde adentro, embargada por la humillación y la rabia vio como el taxista se fue. El hombre solo perdió los $15.000 que María Alejandra normalmente paga, pero se llevó otra cosa.

 

El robo wayúu

Andrés dice que las localidades más peligrosas son Rafael Uribe Uribe, Kennedy y Suba. Como en La Guajira, hacen retenes con alambres de púas y piedras en el suelo para que los taxis bajen la velocidad, y cuando lo hacen, salen de ninguna parte los atracadores, se suben al capó y rodean el carro, lo inmovilizan y lo roban. Como en el robo de Sergio, así el conductor sea corpulento y le pese la mano, no es mucho lo que puede hacer él solo contra una banda completa.

Al igual que los pasajeros deben ser escépticos y cuidadosos al tomar un taxi, los conductores también; por eso Andrés no recoge personas en la calle, prefiere trabajar en el norte; ni de riesgo va a las tres localidades más peligrosas y siempre lleva el radio prendido para pedir ayuda ante cualquier eventualidad, “no hay que dar papaya”.

Como forma de protegerse hay una fuerte solidaridad entre los “compañeros”, porque si entre ellos no se cuidan, no los cuida nadie. Estas redes que construyen entre ellos a través de los radios son la única garantía que tienen cuando salen a trabajar en una labor peligrosa.

Como el paramilitarismo, algunas de estas redes dejan de ser de autodefensa, y salen a ‘combatir’ la criminalidad con su propia ley, como lo comprobó Juan Gabriel Silva. Él se estaba devolviendo a su casa en la madrugada y hablaba con el conductor del taxi de la inseguridad en Bogotá y en particular del barrio La Cabrera. El conductor le preguntó si lo podía dejar a una cuadra, pero Juan le pidió que lo dejara en la puerta porque en el barrio ya tenían detectados varios atracadores que salían a esa hora y no se quería exponer.

El conductor era un hombre calvo y musculoso que se presentó como Pitbull mientras dejaba a Juan en su portería. Él le propuso la solución a su problema: “Vea, háblese con sus vecinos y organícense y yo le puedo arreglar esa situación con unos amigos si nos dan un incentivo”, después le dio el número del celular para que lo llamara cuando lo hubieran decidido él y sus vecinos. Palabras más palabras menos, lo que Pitbull le propuso a Juan fue hacer una ‘limpieza social’ en el barrio, que por un incentivo, él y su manada acabarían con los ‘elementos indeseables’ del barrio para hacerlo más seguro. A Juan le pareció que Pitbull era un fascista, y se asustó. Se bajó en su portería, pagó la carrera y no dejó de pensar en todo lo que debía haber hecho el skin head que lo dejó en su casa.

Antes de bajarme del taxi, Andrés me dijo que era una lástima que los medios solo sacaran la cara oscura de su trabajo. Porque se ha construido un imaginario en el que los taxis son sinónimo de peligro, y solo figuran en los titulares cuando hay un paseo millonario o un accidente. Pero ellos también son víctimas que no tienen visibilidad en la sociedad; a ellos también los atracan.

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