Faltó pelo para el gol
Fotos y texto: Christina Gómez Echavarría
Las barberías clásicas se quedaron en el pasado junto con la caballerosidad, los vinilos, los autocines y el twist. Sin embargo, hay un lugar en el norte de Bogotá donde todo esto está intacto y, además, se puede ver fútbol en medio de un santuario, como ocurrió con el último Mundial.
Esta barbería existe desde hace 46 años, y sus peluqueros son los mismos desde el principio, igual que la mayoría de los clientes. Carlos Navarrete, el dueño, dice que nunca ha querido hacer nada diferente a ser barbero. Su negocio funciona como una máquina bien aceitada y sabe que tiene una clientela fiel; tan es así que los clientes que iban a la barbería cuando recién abrió sus puertas ahora llevan a sus nietos, completando tres generaciones de varones que ya son parte de la familia de Peluquería del Country. Porque por un pelito Carlos tiene trabajo y por un pelito no ganamos el Mundial.
Un hombre joven entra a cortarse el pelo, y apenas se va, Carlos cuenta que es hijo de un antiguo cliente, y que está tratando de convencerlo de que se case con la novia de toda la vida, para que tengan hijos y Carlos tenga oportunidad de cortarle pelo a la tercera generación. Así fideliza a su clientela.
Cada rincón tiene un recuerdo estampado en una fotografía o cuadro, o un utensilio de aseo diferente. Pero la pasión que se respira es la del fútbol: hay banderas de equipos de todo el mundo, desde Palestina hasta Chile y no puede faltar el azul y 14 veces campeón de la capital colombiana. Sin embargo, los peluqueros tienen discrepancias sobre cuál es el mejor equipo de Bogotá; entonces, para evitar peleas, Santa Fe tiene un reloj en la mitad de la ventana. “Ese Millonarios tiene como un pasado turbio, ¿no? Platas algo dudosas”, dice Ernesto Leguizamón, otro de los barberos. Apenas lo dice hay una mirada de rivalidad hincha entre Ernesto y Carlos. Las banderas han sido todas regalo de los clientes, en prueba de la amistad creada tras años de cortes de pelo. “Tengo muchos clientes chilenos y venezolanos, por ejemplo, hasta el embajador de Uruguay. Y cuando viajan siempre me traen algo de un equipo nuevo. Todo lo que usted ve acá han sido regalos”, dice Carlos con una sonrisa de orgullo.
El fútbol es una de las dos pasiones que ha tenido Navarrete toda la vida. La otra es la barbería. Al lado de la caja registradora hay una foto del equipo donde él jugaba en su juventud. Se señala a sí mismo y dice: “Ese era yo a los 20 años; un pela’ito. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Todavía me parezco?” e intenta poner la cara de galán que tenía en la foto. El pelo canoso perfectamente peinado, y el abundante bigote hacen que aquel muchacho de la foto parezca un alter-ego que lo abandonó hace años.
Barbería de época
El estilo antiguo es a propósito y nunca ha considerado cambiarlo. “Somos una barbería de época y quiero que todo se quede igual a como cuando empecé a los ocho años”, dice Carlos. Su padre era también barbero, y él desde pequeño era el encargado de barrer el piso, de lustrar los zapatos y de poner la música en la peluquería. Mirando aprendió de su padre. A los 16 años, le dijo al papá que le enseñara en forma. “Él me enseñó todo y desde el principio me fascinó”, cuenta Carlos al recordar su paso por diferentes peluquerías y sus años en Venezuela haciendo lo mismo “porque vi que allá la plata estaba fluyendo más que acá, y recién casado me fui, ahorré unos años y me devolví”. Entonces abrió la peluquería que originalmente quedaba en la calle 85 con carrera 14 y ahí duraron 30 años y después se trasladó al actual local, en la carrera 10ª con calle 97 donde están desde 1998. Empezó como empleado y apenas pudo, la compró y se volvió dueño y gerente.
Las sillas de cojinería azul ?el color de los uniformes del personal? son de hierro forjado, grandes y pesadas, y con un mecanismo antiguo: un par de palancas dirigen la rotación y la inclinación de la silla. Ellos como profesionales lo hacen ver muy fácil, halando de las palancas e inclinando al cliente para que su cabeza quede perfectamente posicionada en el lavadero de cabeza y otro suave movimiento para sentarlo de nuevo. Las sillas se compraron en Medellín en 1969; ya no se consiguen y lo único que les han cambiado es la tapicería. Las cuchillas de afeitar tipo navaja y las brochas para la crema también son un elemento común en los seis puestos de peluquero que hay. Los precios son fijos y no se comparan al de las peluquerías modernas con spa incluido. Un corte vale $25,000 (e incluye champú y peinado), la afeitada cuesta lo mismo; el manicure, $18,000 y el pedicure $22,000. El corte de niños es un poco más barato.
“Hay otras barberías por acá por el norte, está la JetSet en la 128, está Machos en la 85. Hay otra que se llama la Barbería, que tiene bar incluido. Las del centro que también son clásicas, no las conozco pero sé que hay unas con este tipo de sillas”, dice Carlos muy despreocupado ante su competencia. Especialmente sobre las peluquería que ofrecen masajes y tratamientos de belleza, dice que “ya no tienen nada que ver con la barbería; los clientes que vienen acá es solamente para cortarse el cabello y ‘adiós, pues’”.
Lo único que falta es la luz giratoria roja y azul en la puerta, aquel símbolo por el cual reconocemos una barbería clásica los que nacimos en generaciones tardías. Todos los seis peluqueros son mayores y algo reservados. Cada uno tiene su clientela y su manera de trabajar, pero en común tienen la pasión por el fútbol.
Las barras barberas
Hace unos meses, la peluquería estaba equipada con un radio viejo y un televisor gris, con perilla de canales. Sin embargo, “los clientes me empezaron a decir ‘Carlos, cámbienos ese televisor viejo para poder ver los partidos’; entonces compré una pantalla plana de 42 pulgadas, monitor de DirecTV que me deja grabar los partidos. Estamos estrenando para ver el Mundial como toca” porque el secreto mejor guardado de Bogotá es que este es el mejor lugar de todos para ver un buen partido. Cuenta Carlos que el día que más lleno ha visto la barbería en los últimos tiempos, ha sido en el segundo partido de Colombia contra Costa de Marfil: “Ni siquiera venían a cortarse el pelo. Venían y se sentaban en las sillas a ver el partido con nosotros”.
Los barberos son como los barman, excelentes conversadores y psicólogos sin diploma. Cada vez que entra un cliente, la conversación empieza con el primer apretón de manos. Política y fútbol son los temas comunes: las elecciones presidenciales de Colombia se toman gran parte de la peluqueada para uno de los clientes que entra; el cliente y Carlos tienen visiones contrarias acerca de lo que quieren para el país. El debate es inteligente, informado y respetuoso. Sin embargo, la opinión política de Carlos es fácilmente adivinable: ?“Usted va por Peñalosa, ¿no?” —pregunta el cliente mientras se sienta en la silla y le ponen la bata; sabiendo la respuesta de antemano. “Cómo no, si lleva puliéndole esa barba hace 30 años” ?dice el cliente mientras los primeros mechones de pelo caen a sus pies.
Así es, Peñalosa es cliente de esta barbería desde hace 30 años y Carlos es su barbero de confianza. “Yo voté por el. Y si ganaba, me tocaba irme para Palacio a cortarle el pelo. Pero bueno, ya me quedé sin mi puesto en Palacio”, afirma con sonreída resignación. Entre otros personajes de la vida pública que han pasado por sus cuchillas están Julio Sánchez Cristo, ministros y deportistas, y el canciller Guillermo Fernández Soto. Ernesto Leguizamón le recuerda una vieja anécdota y Carlos la empieza a contar con picardía: “El día que Peñalosa inauguró el Transmilenio, obviamente iba a estar en todos los medios; no tenía tiempo de venir a cortarse el pelo y afeitarse, entonces me pidió que yo fuera al terminal. Como Peñalosa sacó a todos esos gamines del Cartucho, uno de ellos pasó mientras le tenía la cuchilla en el cuello y gritó: Eso, córtele el pescuezo a ese hijupeputa’ y Peñalosa no hacía sino reírse”.
Aunque Carlos y sus compañeros lleven 46 años de pie con sus navajas afiladas en las nucas de sus clientes, el pulso todavía les permite ser los mejores en este oficio.