Vuelta ciclística a prueba de huecos
Texto: Juan Sebastián Serrano
Fotos: Carlos López
El 7 de agosto se celebró, como se viene haciendo hace 25 años, el circuito ciclístico del tradicional barrio Siete de Agosto, famoso por los talleres de vehículos y las ventas de repuestos, patrocinadores oficiales del evento. Una fiesta comunitaria, como la narra el cronista de Directo Bogotá al ritmo del pedaleo.
Mientras cierro la segunda vuelta puedo fijarme por primera vez en el furioso desfile de colores que avanza delante de mí. Varias docenas de hombres cuyos uniformes se multiplican por el movimiento hasta lograr infinitas combinaciones de amarillo, verde fosforescente, rojo, azul eléctrico y fucsia. Las nalgas se levantan de los sillines y las bicicletas se inclinan de izquierda a derecha, en dirección contraria al cuerpo de los pedalistas, siempre alejándose de mi vista. Todos rodamos por una calle de pavimento irregular. A los lados, los espectadores colman las aceras y aquellos que están en primera fila cuelgan sus brazos sobre las vallas rojas de Coca-Cola, haciéndolas retumbar con sus palmas mientras el pelotón pasa frente a ellos. Al terminar la recta, haciendo el primer giro a la derecha, puedo escuchar a la moto que viene detrás; sobre el ruido del motor alcanzo a escuchar la voz de un locutor que dice: “Y cerrando viene el número 174”.
Se trata del circuito ciclístico del Siete de Agosto, organizado por las asociaciones de comerciantes del barrio, Corpo 7 y Asoarcos, que este miércoles festivo desde las 8:00 de la mañana acoge todas las categorías: principiantes, menores, juvenil, prejuvenil, damas, promocional, sénior máster, todo terreno, sub-23 y élite.
Puede que la calle 68, entre carreras 24 y 30 carezca casi por completo de andenes, pero está flanqueada por más de 50 establecimientos dedicados a la venta y mantenimiento de bicicletas. En estos locales se consiguen desde bicicletas para niños que cuestan $100.000 hasta bicicletas de carreras que pueden superar los $10 millones. Por eso cada 7 de agosto los habitantes del emblemático sector comercial y manufacturero de la capital se dan cita para ver correr las bicicletas que venden, arman y reparan durante el resto del año.
La primera carrera se llevó a cabo hace 25 años, cuando en el Siete de Agosto apenas existían un par de almacenes de bicicletas y el sector era mejor conocido por sus talleres de mecánica automotriz y su plaza de mercado. Fue entonces cuando los mensajeros de los talleres se pusieron de acuerdo con los empleados de la galería para medirse en sus bicicletas de carga y definir de una vez por todas quiénes eran los ciclistas más rápidos de todo el barrio.
La bicicleta roja
Mi bicicleta me obedece mejor de lo que lo hacen mis manos. En ella me deslizo todas las mañanas entre el tráfico de las carreras 7a, 11 y 13 para llegar hasta la universidad. Mientras carros y buses se bloquean, mi bicicleta avanza entre ellos; rápida y silenciosa, dirigiéndose hacia donde yo apunto con la mirada; buscando los estrechos valles que se forman entre filas de puertas y espejos retrovisores.
Es una bicicleta de carreras con marco de aluminio forjado en el propio Siete de Agosto. Mi padre la compró en 1986 por $25.000 en Bicicletas Moreno. En esa bicicleta roja, él subió todos los domingos hasta el alto del Vino —en la vía hacia la costa Atlántica— acompañado de sus amigos. Probablemente habría seguido haciéndolo si una hernia discal no lo hubiera alejado por completo del ciclismo en 2001. A partir de entonces, su bicicleta fue condenada al olvido durante diez años.
Un sábado cualquiera entré al depósito buscando cualquier cosa menos la bicicleta. La había visto pocas veces; siempre en los brazos rudos de extraños que la acomodaban sobre sus hombros para llevarla hasta el sótano del edificio al que nos mudáramos. Jamás la había montado ni me había interesado hacerlo. Llevaba seis meses rodando por Bogotá en una bicicleta todoterreno que me había prestado un primo.
En un primer momento no pude creer que me hubiera pasado inadvertida: se había conservado en perfecto estado y probablemente se veía mejor que cuando estaba nueva, pues muchas de sus partes estaban sin estrenar, ya que mi papá las había cambiado poco antes de su lesión. El cromo de los aros contrastaba con el rojo del marco y las franjas del mismo color pintadas en las llantas. Su manubrio se contorsionaba adelante y luego, súbitamente, hacia abajo en un movimiento que sólo evocaba velocidad. Ese día la bicicleta roja de mi padre pasó a ser mía.
Meta abismal
Tan pronto llegué al Siete de Agosto, pude sentir los 25 años que habían pasado desde la primera edición de esta carrera. Las bicicletas de carga han sido reemplazadas por ultraligeras bicicletas de carbono, y los overoles de los mensajeros mutaron en ceñidos y llamativos uniformes de ciclismo.
Algunos de los ciclistas dan vueltas de reconocimiento, pues el trazado del circuito cambió. Como la víspera del evento cerraron todas las oficinas del Distrito, los organizadores se quedaron sin los permisos para cerrar las carreras 19 y 24 entre calles 66 y 63B. El nuevo trazado va por dentro del barrio e incluye, justo al final de la recta opuesta a la meta, un hueco del tamaño de un policía acostado, que solo deja espacio para que pase una bicicleta entre cada extremo de la hondonada y el andén.
Los más pequeños ya se alistan para competir y en la línea de meta, Jorge Peña hace su mejor esfuerzo por reunir a sus más de 15 pupilos para una foto. Se trata del equipo Ciclo Yossa, muchachos entre los 8 y 16 años, que compiten en esta y otras carreras en todo el país; vienen de correr la Vuelta al Valle y en noviembre los espera la Vuelta Juvenil de Antioquia. Finalmente, Peña logra reunir a todos los muchachos que visten el uniforme amarillo, azul y rojo de Ciclo Yossa, más uno que otro colado. El fotógrafo dispara y los mayores se alejan pedaleando con serenidad. La categoría principiantes (niños menores de 10 años) está a punto de comenzar.
Al igual que yo, Miguel Jaime, de nueve años, jamás ha participado en una competencia de ciclismo. Viste una réplica del uniforme del equipo Cofidis (uno de los más tradicionales del Tour de Francia) que le regaló su papá y está esperando la señal de partida hombro a hombro con varios de los pupilos de Jorge Peña. En este momento, Miguel ignora que está a escasas tres vueltas de ganar la primera carrera de su vida.
Minutos después del triunfo de Miguel y tras conversar con él y con su padre, me dirijo a la mesa de jurados para inscribirme en la categoría promocional (menores de 30 años que no estén afiliados a ningún club de ciclismo) y recibir mi número: el 174.
Inesperados sobrevuelos…
En este tipo de carreras las categorías más emocionantes son las infantiles y juveniles. Mientras para los más experimentados este no deja de ser un evento pequeño y no hay mucho en juego aparte de los $150.000 que se lleva el primer puesto, los más jóvenes siempre quieren ganar.
Agustín Ortiz y Juan Sebastián Fandiño protagonizan un duelo muy cerrado por el primer puesto de la categoría infantil (13 a 15 años). Llegan cabeza a cabeza a la última recta. Se paran sobre los pedales y se agarran con fuerza del manubrio para hacer el embalaje final. Las bicicletas se balancean frenéticamente entre las piernas de los ciclistas y casi simultáneamente los dos jóvenes inclinan sus cabezas hacia adelante para atravesar la línea de meta en un verdadero photo finish. Tras cruzar la meta, ambos pedalistas relajan sus cuerpos y dejan rodar sus bicicletas. Es entonces cuando la bicicleta de Fandiño golpea la tapa de una alcantarilla desviando su trayectoria un par de centímetros hacia la izquierda, lo suficiente para tropezar con su rival. Un ruido metálico antecede al momento en el que los dos participantes se precipitan al suelo con toda la fuerza de su embalaje, luego el golpe seco de sus cuerpos contra el pavimento y de nuevo el clank de las bicicletas que ahora están por encima de sus jinetes.
Los espectadores invaden la pista para socorrer a los accidentados; sin embargo, pierden de vista a Johan Sebastián Tinjacá, el corredor que viene en tercer puesto. Tinjacá cruza la meta a toda velocidad y se percata muy tarde del tumulto. Aprieta ambos frenos con urgencia y por un instante su bicicleta parece perder el impulso que traía consigo. Justo cuando está a punto de detenerse, la llanta trasera se levanta mientras la delantera permanece clavada en el pavimento; ciclista y bicicleta inician un bote que terminarán por separado. Tinjacá vuela por encima del tumulto, sorprendiendo a aquellos que ya se preparaban para ser embestidos, da un giro en el aire y luego cae de espalda sobre el pavimento, a menos de un metro de los primeros accidentados. Su bicicleta no llegó tan lejos y golpeó a algunos de los espectadores antes de caer al suelo.
Afortunadamente, ninguno de los competidores resultó herido de gravedad y tras unos minutos (unos cuantos más para Tinjacá) los tres pudieron ponerse de pie. Y así, raspados, golpeados y con algunas partes de sus uniformes de lycra despedazadas por la fricción, fueron escoltados por sus familiares hasta el andén para consumar un podio muy sui generis.
“¡Olvídese de ese freno…!”
La hora de la verdad llegó hacia el mediodía. Ya habían corrido las categorías prejuvenil, juvenil y damas. Era el momento de la promocional. Mientras los organizadores tomaban lista y anunciaban que la carrera estaba pactada a diez giros, yo golpeaba mi manubrio con mis índices como si este fuera un redoblante. Resaltaba entre los demás corredores por varias razones: era el único que vestía una camiseta común y corriente, por mi casco y mi bicicleta anacrónica y, finalmente, por ser bastante más joven que la mayoría de mis adversarios, muchos de los cuales habían pasado la barrera de los 30. Entonces, uno de ellos me preguntó:
—¿Usted es de la promocional?
—Sí —le respondí.
—Y entonces ¿qué hace por allá? ¿Va a quedarse atrás desde el principio? No, venga más bien métase aquí.
Con un pie a cada lado de la bicicleta avancé torpemente entre varias filas de corredores hasta ubicarme al lado de mi nuevo mentor. El tipo se inclinó para tocar el freno izquierdo de mi bicicleta y me dijo:
—Usted ¡olvídese de este freno! Mejor dicho, este freno no existe, donde llegue a tocarlo en una curva, se le corre la bicicleta, se jode usted y nos jode a todos.
Yo solo asentía como un idiota.
—Muestre a ver en qué cambio está…
Estaba en el plato más grande y el tercer piñón más pequeño de mi bicicleta.
—Ahí está bien, apenas pase la primera curva sube uno, ¿oyó?
—Ajá, sí.
—Pilas ahí, porque aquí hay mucho pirata.
Después aprendería que se les llama “piratas” a aquellos que están afiliados a clubes de ciclismo, pero participan en esta categoría para ganarse los $150.000 que se lleva el primer puesto.
—Entonces, yo veré, duro, ¿no?
Yo solo asentía y decía “ajá”.
Para cuando llegué al primer giro había olvidado todos los consejos de mi inesperado director técnico. Toqué el freno delantero y fui adelantado por dos nubes de ciclistas, una a cada lado. Algunos me reclamaron al pasar.
No me recuperé por completo de mi aturdimiento hasta el tercer giro. Entonces pude fijarme en el ciclista que iba adelante. Estaba un poco pasado de kilos y vestía un uniforme azul y blanco del Saxo Bank, colores que había visto muchas veces por televisión en las transmisiones del Tour de Francia. Rezagado del pelotón, mi meta para el resto de la carrera sería superar al tipo del Saxo Bank.
El doliente
Orlando Martín recuerda una época no muy lejana en la que existían varias carreras como esta en Bogotá. Hace 15 años que organiza esta vuelta y mientras otros circuitos como los del Veinte de Julio, Kennedy o Suba han desaparecido en los últimos cinco años, el del Siete de Agosto persiste. Sin embargo, no ha sido fácil porque a falta de apoyo del sector público, el evento lo costean en su totalidad Asoarcos y Corpo 7. El año pasado no pudo realizarse por falta de permisos y este año debió realizarse sin los permisos debido al cierre de las oficinas distritales en la víspera de la carrera.
Según Orlando, los demás circuitos desaparecieron por la complejidad de los trámites dispuestos por el Fondo de Prevención y Atención de Emergencias (Fopae). Para Martín, las autoridades son excesivamente recelosas a la hora de prestar las vías principales para eventos deportivos, “aunque son flexibles a la hora de ceder la carrera 7ª para marchas organizadas por movimientos políticos y sociales”.
Pero Orlando Martin no parece rendirse y desde el segundo piso de esa casa verde situada en la esquina de la calle 65 con carrera 24, que funciona a la vez como centro de Alcohólicos Anónimos y sede de Corpo7, planea seguir organizando esta carrera durante muchos años más.
“Las carreras se ganan en las curvas”
Al cruzar la meta por quinta vez me doy cuenta de que superar al tipo del Saxo Bank va a resultar más difícil de lo pensado. En las rectas recorto la distancia y llego a estar pegado a su rueda trasera; sin embargo, al llegar a las curvas vuelvo a perder terreno. Recuerdo las palabras de Carlos López, el fotógrafo que me acompaña, quien unos minutos antes de empezar la carrera me advirtió: “Estas carreras se ganan en las curvas”. Sin embargo, queda poco tiempo y es muy tarde para descifrar cuál es la manera correcta de acomodar el cuerpo para no perder velocidad a la hora de tomar una curva; lo único que queda es pedalear tan rápido como me sea posible en las rectas y minimizar el daño en las curvas.
Al ingresar a la recta opuesta del circuito me percato de la presencia de un nuevo espectador en la parte más solitaria del trazado. Parado en una esquina frente a su carro, se encuentra mi papá. Al verme pasar sonríe, aplaude, flexiona un poco las rodillas, inclina el cuerpo hacia la calle y aprieta su puño derecho mientras grita: “¡Duro! ¡Duro! ¡Duro!”.
Casualmente, mi papá ha llegado justo a tiempo para ver al líder de la carrera, Carlos Luque, tomarme una vuelta de ventaja. Luque, quien ganaría la carrera con más de 30 segundos de ventaja sobre su inmediato perseguidor, tiene 28 años y vino desde Funza para competir en el Siete de Agosto. Hasta hace cinco años competía “en serio”, pero eso se acabó cuando vinieron “la señora, los hijos y el trabajo”. Tiene la contextura liviana de los ciclistas y toda su musculatura parece estar concentrada en los muslos. Hoy corrió patrocinado por Rapid Brasas, un restaurante del sector, que le aportó el uniforme y los $25,000 de la inscripción.
Al entrar a la recta principal por sexta vez subo un cambio más (el último que le queda a la bicicleta), me paro sobre los pedales y, decidido a no quedar de último, fijo la vista en las letras blancas sobre fondo azul que dicen: “Saxo Bank”.
Logro adelantarlo en la recta opuesta y él me devuelve el favor en la última curva, justo antes de ingresar a la recta principal. El público parece percatarse de nuestra épica lucha y alienta mi persecución.
Durante dos giros completos alternamos golpes y nos turnamos la cola de la carrera. Cada recta lo dejo atrás y al llegar las curvas lo veo pasar a mi lado. Así hasta la primera curva del noveno giro, cuando no veo pasar esa camiseta azul y blanco. Sin tiempo para mirar atrás, doy por sentado que Saxo Bank ha perdido el ritmo. Con la moral renovada apuro el paso y alcanzo a adelantar tres rivales más en los dos giros restantes, dos si tenemos en cuenta que uno de ellos me derrotó en la recta final, en el embalaje por el ‘trasantepenúltimo’ puesto. Cuando cruzamos la meta ya varios de los competidores de nuestra categoría se habían bajado de sus bicicletas.
Al encontrarme con mi padre nos abrazamos y él me preguntó:
—¿Cómo te fue?
—Pues al menos no quedé de último, ¿no?
Ambos nos reímos y le di a sostener la bicicleta mientras me quitaba el casco. Creo que era la primera vez en muchos años que mi papá sostenía su propia bicicleta.
Tayron, la biblia del ciclismo
“Ya se asoma por la recta el pelotón, ya se abre el abanico; onde viene viene el 64, onde viene el 97, onde viene el 45, ahi viene el 114… ¡Ojo, que por la parte de afuera viene pidiendo pista el número 125!”.
Durante más de seis horas, Tayron Mejía alternó esta apasionante narración con su enorme archivo mental de biografías, anécdotas y estadísticas del ciclismo colombiano frente a los espectadores del circuito ciclístico Siete de Agosto.
En su memoria no solo están grabados los nombres de los ganadores de la Vuelta a Colombia y de sus respectivas etapas, también están algunas de las anécdotas más pintorescas en la historia del ciclismo colombiano. Como en el 63, cuando un agujero en el reglamento permitió que Adolfo Buritica derrotara a Álvaro Pachón subiendo el Páramo de Letras remolcado por un caballo. O la historia de José Roberto Guerrero, el ciclista que en 1954 se rehusó a correr la Vuelta a Colombia para el equipo de las Fuerzas Militares. Guerrero, quien no había prestado el servicio militar, fue detenido y llevado a una oficina de reclutamiento por orden de coronel Marcos Arambula, director técnico del equipo de las Fuerzas Militares. “Después de ese susto Guerrero se ganó la vuelta, la plata y de paso la libreta militar”, recuerda jocosamente Mejía.
Por eso fue bautizado ‘La biblia del ciclismo’ por el diario El Colombiano en los años ochenta. Pero dice que quedó “chatarrizado” por culpa del internet: “Porque ahora todo lo encuentran ahí, pero yo me sé de memoria los nombres de 12.000 ciclistas, quiénes ganaron las carreras y cómo se las ganaron. Y no me meto a ningún internet, todo está en mi cabeza”.