“Irse del periodismo es como irse de uno mismo” Gonzalo Castellanos

Texto y fotos: Mariana Toro Náder

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La experiencia de un periodista de la vieja guardia, Gonzalo Castellanos Martínez, deja el regusto por el oficio cuando se ejerce con pasión y conocimiento, como lo hizo él en radio, prensa y televisión. Una de sus columnas más conocidas en El Tiempo fue ‘Mal genio porque…’, sobre los hechos que atormentaban a los bogotanos hace 20 años, y no ha perdido vigencia.

 

No tengo nada interesante que decir;
hablo mucho, y después de haber hablado
me quedo confuso y avergonzado de mí mismo.
Voltaire, Historia de un buen brahmín

 

Al lado de este fragmento del cuento de Voltaire, Gonzalo Castellanos escribió “ALGO EN MÍ INDELEBLE”. Y, mientras habla, alcanza a leerlo dos veces, sentado en el sofá de cuero de su cuarto, forrado con libros, en un apartamento del norte de Bogotá que comparte con su esposa, la madre de sus cinco hijos.

“Va usted a hablar no con un periodista, sino con un experiodista, retirado hace 20 años. Viene usted a pedirme que yo cuente mis memorias, cuando ya he perdido la memoria”, comienza Castellanos.

Nació en 1927, en Málaga, Santander. Cuando terminó su bachillerato, sus padres no tenían dinero para enviarlo a una universidad en Bucaramanga o en Bogotá, así que “como a toda mi generación, mi papá me puso a hacer lo que él sabía: fui ayudante de zapatero, aprendiz de carpintero, cartero, escribiente de la notaría, secretario de abogados. En vista de que no encontraba una ocupación que me diera lo que yo buscaba, me vine para Bogotá, donde tenía un cuñado que trabajaba de linotipista en El Siglo”.

En 1944, entró a trabajar en el periódico conservador bajo la dirección de Álvaro Gómez. Entre la tinta y el papel se hizo diagramador, experto en armar páginas, en organizar fuentes de tipografía y en titular periódicos con la máquina Ludlow.

Tras ejercer durante 20 años el oficio de linotipista, habló con Antonio Pardo García, director del noticiero de Caracol Televisión. Ingresó entonces como “aprendiz de periodismo” a la sede del canal en la calle 19 con carrera 9a; aprendiz porque considera que “el periodismo nunca acaba de aprenderse; hoy aparece la posibilidad de hacerlo mejor que ayer”. Así empezó a viajar por todo el país para participar del reportaje de la semana. Llegaba temprano para la apertura del noticiero y se quedaba hasta el mediodía esperando el sonido de las campanas del teletipo.

Cuando le pagaron la primera prima, decidió comprar una máquina de escribir. “Yo, acostado, viendo una máquina desocupada, me levanto y escribo un cuento”. Así fue como apareció Un leproso en el camino. Se lo entregó a Eduardo Mendoza Varela, director del suplemento literario de El Tiempo. Ese fue su gran comienzo en el periódico, hacia 1968.

Además de manejar el linotipo, “escribía por mi cuenta porque el periodismo se me metió”. Así, aparecieron sus ‘Estampitas’, como las bautizó Roberto García-Peña, director del periódico. Luego, inspirado por Enrique Santos Castillo, comenzó a escribir en la sección Economía, dirigida por Luis Carlos Galán.

“Ahí comencé a ganarme la primera página con una frecuencia extraordinaria, con grandes noticias”. Una vez hasta fue reconocido por el ministro de Hacienda del momento, Abdón Espinosa Valderrama, quien llamó a Santos para decirle que Gonzalo “estaba hecho una fiera para los asuntos económicos”. Años después, lo nombraron jefe de la sección Bogotá donde se destacó como cronista de “desastres, inundaciones, incendios, hambrunas, peleas, desprendimientos de tierra y muertos”.

Una de sus columnas más reconocidas fue ‘Mal genio porque…’, de comienzos de los años setenta. Se le reconocía la capacidad de exponer en dos renglones lo que un periodista común ocupaba en varias cuartillas (como quien dice, un tuitero profesional). Hoy en día, piensa que los bogotanos siguen “de mal carácter, porque ‘mal genio’ estaba mal dicho”.

Por esa época escribió la crónica Se acaba el ferry; ya no habrá más suicidios gratis” (1974), recogida por Juan José Hoyos en la antología La pasión de contar, en la cual narra cómo la gente se lanzaba al río para ahogar definitivamente sus penas. Pero al año siguiente se fue de El Tiempo por una pelea con Enrique Santos. Entró a la revista Cromos y, simultáneamente, comenzó a trabajar en televisión, pues su amigo Guillermo ‘la Chiva’ Cortés era el presidente de la Junta de Inravisión, y Margot Ricci lo llamó para que realizara reportajes.

Periodista todoterreno

Aunque al comienzo la televisión le resultó difícil, “sobre todo por inseguridad que uno tiene”, la práctica con el micrófono le dio valor para buscar en el aeropuerto de Bogotá, de la nada, a Alberto Lleras Camargo.

“No sé cómo paré en el Departamento de Extranjería, donde lo tenían a salvo de curiosos; ni grabadora llevaba, pero me dio una entrevista y me devolví en el bus repitiéndome en la cabeza las preguntas que le hice y las respuestas que me dio. Esa entrevista salió publicada. Entonces, me volví un periodista que cubría giras de candidatos presidenciales, las ferias de Manizales, de Cali, el Reinado de la Panela; me la pasaba moviéndome, en la radio, en la televisión, en las revistas”, cuenta sonriendo.

Trabajó en Caracol, en RCN, en Todelar y en el noticiero TV Mundo. Con la cadena Todelar fue a México cuando anunciaron el Nobel de Gabriel García Márquez, en 1982: “Estaba convencido de que había llegado de primero, pero me encontré allá a Juan Gossaín, a Guillermo Rodríguez, a Germán Santamaría. Pero logré hacerle el reportaje a Gabriel, cuya grabación conservo”.

Trabajó en algunos de los noticieros que había entonces, como NTC Televisión, de La ‘la Chiva’ Cortés, dirigido por Manuel Prado y Cecilia Orozco.

Trabajé con periodistas muy hábiles, como Alegre Levy y Gloria Pachón. Lo que sucede es que yo también era parrandero, el oficio me llevaba allá. Por ejemplo, fui corresponsal en Medellín, Barranquilla, Cali, Bucaramanga, mucha fiesta, muchos amigos, mucho trago, cualquier personaje abría su gabinete y sacaba una botella diciendo: ‘Pero primero tomémonos uno’”.

Perteneció a la bohemia que pasaba sus ratos libres en el Café Automático, en la avenida Jiménez con carrera 5ª, junto con escritores como Alberto Zalamea y Álvaro Salom Becerra.

Entre sus cubrimientos para televisión recuerda la guerra de Nicaragua. “Nos recibieron a bala en el Hércules de la FAC en el que llegamos con el capitán Beltrán. Los sandinistas que sacaron a Somoza estaban combatiendo en el aeropuerto y le dieron al avión; por debajo de los alerones se salían los chorros de gasolina. Los del equipo periodístico íbamos encima del cargamento de abastos para los damnificados de la guerra. Si no fuéramos encima de los bultos de fríjoles, arroz, arvejas, todos hubiéramos resultado con un tiro en el culo”.

Y continúa: “Yo hice una nota a bordo. Me conecté con el camarógrafo Dagoberto Moreno y comencé a transmitir. Terminé diciendo: ‘Este avión se sacude como un ave malherida, nos aproximamos al aeropuerto, miren ustedes cómo se sale la gasolina por debajo, no sé a qué destino vamos, es probable que ustedes no vean este informe’. Aterrizamos sobre un charco de gasolina; si una bala hubiera pegado contra el piso habríamos muerto inflamados”. El informe, digno de premio, salió al aire en TV Mundo; pero Castellanos, a pesar de la insistencia de su hermano Alfonso (también director de periódicos y esposo de la periodista Tulia Eugenia Ramírez) nunca buscó reconocimientos.

Fue enviado como corresponsal a la guerra de las Malvinas, donde un militar argentino de alto rango le dijo: “Vos estás loco”, pues a la guerra no llevarían civiles y los periodistas debían quedarse en Buenos Aires. “Evidentemente, yo estaba loco, así se trabaja. El periodismo es muy bello, con aplausos, con riesgos, con amores, con odios, con pasiones. Trabajar en esto es una belleza”, dice con felicidad atesorada.

Pero la sonrisa se borra de la cara del maestro cuando reconoce que “las cosas se van acabando. Comencé a trabajar regularmente en televisión, en radio, me nombraron jefe del periódico El Pueblo de Cali, pero por corto tiempo. Trabajo así: corto, corto, corto. Y ya no volví a trabajar más. Sin embargo, le quiero decir algo: irse del periodismo es como irse de uno mismo. Se va acabando, se terminó”.

 

Retiro con Voltaire

Ya fuera de combate, reconoce que el periodismo ha mejorado, “aunque los periodistas somos iguales: unos muy buenos, otros regulares y otros, definitivamente, malos. Lo que sucede es que hoy hay muchas más ventajas en las comunicaciones: editar un noticiero por computador, transmitir desde el lugar de los hechos, es distinto. Antes implicaba más trabajo hacer las noticias. El periodismo de hoy está bien hecho, la impresión de los periódicos es preciosa, hasta la de un pasquincito en los semáforos”, dice Castellanos, mientras saborea un café.

 “Ahora que soy un viejo, que no tengo figuración en nada, nadie me llama por teléfono, no tengo computador, aquí no viene nadie, ningún amigo, porque mis amigos se enfermaron o se murieron de viejos. Mis amigos del Café Automático eran mis ‘cachas’. Toda la vida viví en el Centro, pero una de mis hijas nos pasó para acá. Lo primero que hice fue una casa, como decía Fabio de Castro, jefe de redacción de El Liberal: ‘Mi padre hizo una casa y puso ojivas por ventanas y la clavó en el suelo como si fuera un ancla’”.

De joven conoció a Voltaire, maestro de la ironía al que dedica sus noches de octogenario. “Eso es lo que hago: leer y leer; no tengo dinero, pero vivo bien. El periodismo no me dio dinero, pero conocí más de medio mundo”. 

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