La Tifanny’s de la Jiménez
En la Avenida Jiménez, en el centro de Bogotá, funciona la joyería más grande del mundo, como la famosa Tiffany de Nueva York, pero sin puertas. Sin embargo, el comercio de gemas ya no tiene el esplendor de antaño. Los guaqueros dicen que escasean las esmeraldas ‘gotas de aceite’, las más puras y valiosas del mercado, como lo atestiguan los personajes de esta crónica.
Texto y fotos: José Gregorio Pérez
Antes de salir de su casa en el occidente de Bogotá, Virgilio se arrodilla ante un altar de la Virgen del Carmen –la patrona de los esmeralderos–, que tiene en su habitación y celebra un ritual que dura unos minutos. Gámez hace la señal de la Cruz en su frente y le ofrece dos sobres en los que lleva envueltos un lote de 25 esmeraldas. En una mesa reposan un crucifijo, una estampa de la Virgen de Chiquinquirá y la imagen de la Virgen del Carmen, en cuya base dos esmeraldas del tamaño de una papa resplandecen con la luz del pabilo de una veladora encendida.
Cuando Virgilio Gámez habla de las esmeraldas que vende a diario, sus ojos se iluminan como si en ellos estuviera impregnado el misterio que rodea a las piedras preciosas comercializadas en la Avenida Jiménez: “Esta es la única zona de Latinoamérica donde las esmeraldas se venden en la calle, en un mercado al aire libre, sin regulaciones ni protocolos. Las consigue también en las joyerías, pero todo empieza en los andenes de la Jiménez”.
Gámez es un guaquero, como se conoce a quienes ingresan a las minas para buscar esmeraldas por su propia cuenta o quienes alquilan su fuerza de trabajo a las empresas que explotan las minas. A finales de los años 70 llegó a Coscuez, un municipio boyacense conocido por la calidad de las esmeraldas. Armado solo con un pico, una pala y una linterna, golpeó durante 25 años las paredes de los socavones y extrajo lotes de esmeraldas que, con la venta, le permitieron independizarse y escalar en la actividad comercial de las ‘piedras verdes’.
Luego de su oración matutina, Gámez toma una de las gemas que están en la base de la imagen religiosa, hace la señal de la Cruz con ella, y la coloca encima de tres sobres que deposita en un bolsillo de su saco. Minutos después sale de su casa en su vehículo que lo traslada hasta la Avenida Jiménez con carrera 5ª. Una vez llega al sector se detiene en uno de los andenes, mientras espera la llegada de un comprador para sus 25 piedras, que pesan tres quilates.
“Las gemas llegan de las minas y aquí se venden a comisionistas, talladores y extranjeros, sobre todo los japoneses, ellos son los que más compran esmeraldas colombianas”.
El guaquero saca del bolsillo uno de los tres sobres; sus dedos desdoblan lentamente los pliegues del papel. En el fondo saltan varias piedras de un verde intenso y variedad de tamaños. Las separa y las acomoda sobre el papel, para que los potenciales compradores las aprecien.
La gente que pasa por allí se agolpa alrededor de Gámez, este toma una de las piedras –alargada y del grueso de un cubo de azúcar–, y la levanta para contrastarla con la luz del sol. La gema brilla intensamente cuando la luz solar traspasa el cristal, su fondo es nítido, no hay manchas que empañen su interior ni está recubierta con piedrilla negra que afectaría su pureza.
“A las ‘gotas de aceite’ se las tragó la tierra”
“Esta es la que llamamos ‘gota de aceite’ debido a su color y tono. No tiene manchas, alumbra y su precio es alto. Se vende por quilates, que pueden costar hasta 100,000 dólares. Todo depende del tamaño, el color, la pureza y el cristal de la piedra. Ya son pocas ‘gotas de aceite’, están escasas porque ya no se guaquea’ en las minas. Ahora todo está tecnificado. A las ‘gotas de aceite’ se las tragó la tierra”.
Por 45 años, siguiendo una tradición que data de mediados del siglo XX, la Avenida Jiménez ha sido el centro de la comercialización callejera de estas piedras color verde limón que han visto librar tres guerras por su dominio y posesión. Uno de los guaqueros y empresarios representativos del mundo de las gemas verdes era Víctor Carranza, el “zar” de las esmeraldas. Al igual que su ex socio, ya muerto, Gilberto Molina, estuvo muchas veces apostado en las esquinas de la Jiménez mostrando las piedras que sacaban de las minas con dinamita, pico y martillo, para venderlas en Bogotá. Eso hace ya casi 35 años.
Gámez asegura que las piedras se obtienen en cercanías a las minas por compradores que viajan a Muzo, Quípama, Chivor, Peñas Blancas, Pauna, Borbur Coscuez y Otanche, municipios que integran la zona esmeraldera del occidente de Boyacá. El tránsito por tierra desde Chiquinquirá al reino de las esmeraldas colombianas se hace a bordo de vehículos camperos que le hacen el quite a abismos, derrumbes y huecos que colman las vías y las hacen peligrosas en tiempo de lluvias.
Allí se pueden apreciar los cortes, por la maquinaria, a los que han sido sometidas las montañas que contienen en sus entrañas las vetas de esmeraldas a 600 metros y hasta un kilómetro de profundidad. Miles de personas han pasado la mayor parte de su vida alrededor de las minas buscando un golpe de suerte, que compense los esfuerzos en los socavones.
“Durante 30 años fui guaquero en Muzo y Coscuez; se necesita conocer bien la montaña para encontrar una veta de esmeraldas, dice Ovidio Lizarazo, un esmeraldero de Quípama, que todos los días de 9 de la mañana a 2 de la tarde recorre las calles de la Jiménez, mostrando las esmeraldas que quiere vender. Los socavones son angostos, hay que bajar a la mina por un ascensor y entrar acurrucado soportando el calor que despide la mina como si fuera un baño turco. Uno empieza a cavar la pared de la mina y va picando, cuando se acerca a las esmeraldas empieza a ver que la tierra chispea de verde. Uno pasa entre tres y cuatro horas picando la tierra para obtener las esmeraldas que salen limpias y otras veces cargadas con otros minerales en su superficie”.
Cuando el guaquero toma la esmeralda en sus manos, la examina con una lupa para verificar los daños que puede tener la piedra después de la excavación. “La morralla” es aquella piedra que presenta pequeños agujeros en su textura, contiene roca u otros cristales como pirita, calcita o cuarzo y necesita ser sometida a un tratamiento de limpieza.
“Las esmeraldas que se venden en la Jiménez, mientras más puras en su superficie más valor tienen. En su formación, la esmeralda puede tener unas líneas o nubes que la hacen opaca y le restan brillo y tono. Por eso hay que someterlas a tratamiento, desbastar las partes que contienen minerales para darles forma”, asegura Gámez.
Ninguna esmeralda se parece a otra y si su calidad es excepcional puede sobrepasar al diamante común. A la vanguardia de la compra de las esmeraldas colombianas están los japoneses que acaparan el 75 por ciento del mercado de gemas. Entre los guaqueros se dice que Tokio, la capital japonesa, es la única ciudad del mundo con una bolsa internacional, un Wall Street de las esmeraldas.
Otro de los elementos que cotizan el valor de una esmeralda es la tonalidad del verde. Con solo ver su forma y analizar su color, los esmeralderos determinan de qué mina fue extraída. Las gemas de Coscuez son de un verde amarillo; las de Muzo de un verde intenso que las hace más valiosas y conocidas; las de Chivor de un verde azul, casi que color petróleo. Cuando los vendedores exhiben las piedras llegan los compradores, quienes con sus lupas en la mano esperan que el propietario abra el sobre para exhibirlas.
“El precio de la esmeralda callejera depende del tamaño y el color. Aquí se pueden ofrecer desde US3.000 hasta US10.000”, dice Antonio Alarcón, un esmeraldero de Quípama. “Yo vendo las esmeraldas directamente; otros vendedores son enviados por el que las compra en la mina para que las muestre aquí en La Jiménez. Ellos son los que llamamos ‘comisionistas’. El negocio tiene como sistema de mercadeo el voz a voz. Alguien llega con un lote de esmeraldas, avisa que trae las piedras y su contacto en la plaza le presenta a quien va a verlas para comprar. Otros, en cambio, tienen el lote y emplean a otra persona para que las ofrezca a las oficinas de compradores y exportadores que hay en este sector”.
A lado y lado de la Avenida Jiménez, se levantan edificios de 5 y 8 pisos. En ellos están localizadas las oficinas donde se compran las esmeraldas que no se venden en la calle. Si el guaquero llega con un lote y considera que el negocio está duro en los andenes, comisiona a una persona de su confianza para que las ofrezca a los compradores de oficina.
“Eso se llama ‘pegar’ a un compañero de trabajo, es decir, llevarlo en el negocio. A veces es mejor vender en las oficinas porque pagan mejor y de acuerdo a la ganancia que se obtenga de las esmeraldas que venda, recibe un porcentaje, una comisión”, dice Alarcón.
De la calle al taller de talla
En otras ocasiones, las esmeraldas se ofrecen a los talladores que en sus laboratorios someten las piedras a un tratamiento técnico y de diseño, y las venden a las joyerías que tienen sus sedes sobre la Jiménez. El precio depende de los quilates.
?Guaquero: Oiga, tengo unas piedras que llegaron de la mina, para que las mire.
?Tallador: ¿Cuánto pesan?
?Guaquero: 16 quilates.
?Tallador: ¿Cuánto valen?
?Guaquero: $.4000 dólares
?Tallador: ¿Están buenas?
?Guaquero: Revíselas usted mismo y me dice si le sirven o no.
Las esmeraldas que el guaquero vende al tallador se “sellan”, es decir, se colocan dentro de un sobre que se amarra con una cinta; luego el tallador lo marca con un número que corresponde al lote en el que trabajará durante esa semana. José Muñoz es un comprador habitual de esmeraldas en la calle y tallador profesional de gemas desde hace diez años. Su sede de trabajo está ubicada en el quinto piso del edificio Emerald Trade Center, a donde llegan los comisionistas con las piedras para negociarlas con los joyeros y empresas exportadoras.
Muñoz analiza cada una de las piedras que le ofrece el guaquero para evaluar su dureza y evitar que el cristal se quiebre durante el tratamiento de talle, que dura entre una hora o dos horas. Comienza por quitar los restos de roca o “marmaja”, para darle la forma. En el taller, la esmeralda puede ser convertida en lágrimas, óvalos, cuadrados, corazones o diseño redondo. Todo depende de la joya en la que será incrustada, un anillo, un pendiente, un collar, una manilla.
“La piedra hay que limpiarla. Se le aplica un aceite de cedro o palma para llenar las fisuras en el cristal y darle tonalidad y brillo. Luego se pega a unos palillos de bronce que en la parte superior tiene una cera llamada ‘lacre’ que, al calentarse, se derrite y sobre ella se coloca la piedra. Una vez la piedra queda pegada a la cera, sin sufrir en su superficie, se talla en un disco de diamante la parte inferior, la base donde la esmeralda se va a asentar en la joya, ya sea un anillo o un prendedor”, dice José Muñoz.
De la calle al taller, los precios cambian. Las piedras adquieren otro valor cuando llegan a la joyería. Un quilate de esmeraldas ya pulidas y tratadas puede costar 8.000 dólares.
“A veces comisiono a una persona de entera confianza para que venda las esmeraldas a las joyerías o a extranjeros que las buscan. De acuerdo con la calidad y transparencia de la esmeralda sube el precio. La Jiménez sigue siendo el mejor mercado para adquirir las gemas. En la calle, la piedra empieza a valorizarse y su precio comienza a subir en las compra-ventas y oficinas que las exportan. En cada rincón de la Jiménez nadie se resiste al embrujo verde de las esmeraldas colombianas, las más brillantes y bellas del mundo”, asegura Muñoz.
Y así el negocio sobrevive a la muerte de los zares, a las guerras y a la competencia de precios, que se fijan en esta bolsa semoviente de valores.