¿Qué hago aquí? Reflexiones de una migrante

Por Joanna Ruiz Méndez // Revista Impresa

Una periodista venezolana decidió emigrar de su país y vivir en Colombia y, luego, en Chile. Su testimonio es el de una vida que debe recomenzar una vez se cruzan las fronteras, el de la distancia, el recuerdo y la nostalgia. 

Imagen: Joanna Ruiz Méndez.

Me ha pasado caminando por una plaza, sentada en un bus yendo al trabajo, tomándome un café en una panadería o mirando a través de una ventana los contornos de una ciudad que he recorrido muchas veces. En esos momentos, y en otros, me he encontrado preguntándome con sorpresa: ¿qué hago aquí? Es una pregunta que me acorrala porque, de repente, todo me parece irreal: ¿qué hago aquí? Después recuerdo que soy migrante, que este es el lugar donde vivo ahora, que me fui hace más de ocho años de mi país, que he dado vueltas y tumbos y más tumbos, y mis pasos me han traído a este lugar que es, para ponerle un nombre, mi nuevo hogar.

No es un problema de memoria. La pregunta, por supuesto, es más simbólica que literal. Es algo que me pasa desde que migré. Al qué hago aquí se han sumado el por qué aquí, en qué momento pasó tanto tiempo, ¿volveré? Las voy respondiendo de a poco, a veces con angustia y otras con serenidad. En ocasiones me resigno, porque sé que algunas preguntas simplemente no tienen respuestas.

Salí de Caracas el 26 de enero de 2014 y me fui a Bogotá con más expectativas que planes y más optimismo que conocimiento sobre la ciudad. Soy colombiana por mis padres, así que me pareció una opción sensata aventurarme con poco dinero en un país donde, al menos, entraba con la ventaja de la nacionalidad. Ya había conocido la capital colombiana en viajes anteriores y estaba enamorada de sus librerías formidables; de la comida abundante y deliciosa, y de las posibilidades que ofrecían sus parques, sus calles amplias y sus placitas de barrio.

Imagen: Joanna Ruiz Méndez.

Los primeros días los enfrenté con un verso de una canción brasileña que me gusta mucho: Meu mundo é hoje (Mi mundo es hoy). No pensaba en el pasado ni en el futuro porque hacerlo era como acercarme a un precipicio. Solo tenía el presente para moverme firmemente y con las expectativas moderadas, convencida de que si enfrentaba esta nueva vida un día a la vez tendría más posibilidades de salir airosa. 

Ser residente, por supuesto, no fue la existencia idílica que había anticipado cuando era una turista. En Bogotá, sí, visité librerías y bibliotecas, comí todo lo que me ofreció la gastronomía colombiana y caminé mucho, muchísimo. También fui a conciertos, viajé a otros lugares de Colombia y hasta me dio tiempo de hacer una maestría. Pero desde que llegué, también comencé a compilar algunas certezas que no había anticipado: tendría que empezar desde cero como profesional, debía aprender muchas palabras nuevas para hacerme entender —y dejar de usar algunas que traía de Venezuela—, me enfrentaría a la burla solapada o abierta de ciertas personas por mi forma de hablar, me “espicharían” en el Transmilenio un día sí y el otro también, empezaría a temer de forma constante que me echaran del empleo —y una vez lo hicieron— y aprendería a manejar la mayoría de las relaciones más significativas de mi vida a distancia.

Aunque muchas de estas vivencias se mezclaron con mi entrada definitiva a la vida de adulta independiente, se vieron potenciadas por factores asociados a mi condición de migrante. Al salir de mi país, por ejemplo, quedé a kilómetros de distancia de mis principales redes de apoyo: mis padres, mis hermanos, mis amigos. A pesar de que mis papás son colombianos y de que Colombia y Venezuela son países culturalmente muy parecidos, también perdí muchos de mis referentes culturales. De repente nadie entendía mis chistes, ciertos comentarios se enfrentaban a la mirada interrogante de mis amigos y compañeros que hacían un esfuerzo genuino por comprenderme y muchas cosas que siempre había asumido hasta ese momento como normales en Bogotá eran diferentes o no eran bien vistas. 

Por ejemplo, aunque el día estuviera soleado y cálido, me dieron a entender que vestir una camiseta esqueleto sin una chaqueta encima o usar sandalias —algo que es común en las zonas de clima caliente— era algo extravagante o de “calentanos”. Había otras diferencias más profundas, como los entornos laborales: en Caracas, me habían parecido mayormente abiertos y flexibles; en Bogotá, eran más jerárquicos y rígidos, algo con lo que choqué más de una vez.

Fue en un bus en Bogotá, como dos o tres años después de haber migrado, cuando me asaltó la pregunta por primera vez. Recuerdo que iba por la avenida Caracas, era un día lluvioso y gris y, mientras miraba la gente que caminaba medio apurada, los vendedores ambulantes y las tiendas a través de las ventanas empapadas, me pregunté: ¿qué hago aquí? ¿Cómo terminé en este bus, por esta calle, en esta ciudad? Recuerdo que me entró una sensación de miedo e irrealidad, como si la Joanna que había vivido en Venezuela hubiera llegado de la nada a interrogarme sobre esta parte de mi (nuestra) historia. No supe qué responderle: intenté recordar todo lo que había vivido desde que había aterrizado en El Dorado, la ilusión del comienzo, la despedida de mis padres dos semanas después de haberme instalado y las lágrimas que se me atragantaron en la garganta mientras los abrazaba, los primeros tropiezos, las dos mudanzas que ya había tenido —en total serían cuatro—, el frío, el cansancio permanente… Todo me pareció difuso, como si esos recuerdos le pertenecieran a otra persona y yo solo se los estuviera cuidando.

Creo que allí entendí por primera vez mi realidad. Aunque era un hecho desde que me fui de mi país, no me había colgado todavía la etiqueta de migrante. Esta no era una vivencia temporal, ni una larga aventura que terminaría para volver a casa. Esta ya era mi vida y, en medio de la irrealidad, entendí que no solo mi entorno había cambiado: la persona que era antes de migrar, en muchos aspectos, ya no existía. Me dio miedo enfrentarme a ese primer qué hago aquí cuando apareció porque, la verdad, creo que me estaba preguntando a mí misma dónde estaba para no tener que preguntarme quién era ahora. 

La pregunta me asaltó muchas veces más a lo largo del tiempo que viví en Bogotá y cada vez más las respuestas que me daba a mí misma se tornaban más complejas. Después de algunos tragos amargos, otros agridulces y algunas alegrías, en 2018 comencé a contemplar seriamente la idea de volver a migrar. Aunque había hecho pocos pero buenos amigos y tenía un empleo en ese momento, no había podido obtener estabilidad financiera ni laboral a pesar de haber trabajado durísimo para lograrlo. La mayoría de las metas que me había propuesto cuando salí de Venezuela no las había concretado. Me encontraba en una posición vulnerable no solo en lo económico, sino también en lo emocional, porque estaba llena de deudas, de dudas y de una sensación muy parecida al fracaso. 

Desde un punto de vista práctico, otra migración se veía como una decisión poco acertada y quizás muy radical, pero sentía que era una apuesta que debía hacer porque quedarme era alargar ese estado de frustración permanente donde vivía. No tenía mucho que perder y, si la suerte me sonreía, tal vez podría ganar algo. A diferencia del poeta norteamericano Mark Strand, que se movía to keep things whole (para mantener las cosas completas), yo me moví para mantenerme completa a mí misma. 

Exploré varios destinos y, finalmente, animada por mi hermana que ya vivía también en Bogotá para ese entonces, nos presentamos a una visa que nos permitiría trabajar legalmente en Chile; si después de un año queríamos seguir allí, tendríamos la opción de solicitar la residencia permanente. Cuando la obtuvimos, en mayo de 2019, decidimos renunciar a nuestros empleos y volamos hacia el sur en agosto de ese mismo año. 

Imagen: Joanna Ruiz Méndez.

En Santiago me recibió un invierno que agonizaba ante un sol que alcanzaba a espantar el frío hacia el mediodía. Llegamos a San Miguel, una comuna popular ubicada al sur de la ciudad y, como siento un fervor especial por el arcángel Miguel, a pesar de no ser católica, tomé esta ubicación como una buena señal. Al recorrer la ciudad durante esos primeros días, el qué hago aquí me acompañó varias veces, pero ya había aprendido a manejarlo. Le explicaba y me explicaba a mí misma lo que estaba haciendo, dónde estaba, quién era y qué buscaba, y en ese conjunto de respuestas encontraba sosiego.

Aquí en Santiago repetí muchos de los rituales y emociones que había experimentado en Bogotá: el vértigo de las primeras veces, el aprendizaje de las nuevas palabras y de las expresiones que debía evitar, las caminatas para ir entendiendo la ciudad, su ritmo y su gente, que en general nos trataron con apertura y amabilidad. Me reencontré con grandes amigos venezolanos que, como yo y como otros millones de personas, habían decidido irse del país en los últimos años. Y, experta como ya era en mantener relaciones significativas a la distancia, pude conservar en mi vida a parte de mis parientes colombianos y a los amigos que había hecho allá. Profesionalmente volví a empezar de cero, pero traía en la maleta experiencias laborales que, aunque no siempre fueron afortunadas o felices, me habían hecho crecer, aprender y evolucionar. Ya tenía más claridad sobre lo que quería, sobre lo que definitivamente no me interesaba y hacia dónde debía apuntar. El haber sido migrante antes me permitió tomar algunos atajos en este proceso de adaptación; sentí que todo lo que me había tomado tanto tiempo en esa oportunidad ahora me parecía menos difícil.

Aunque a veces sienta que he experimentado muchas cosas en relativamente poco tiempo, la verdad es que mi vida fuera de Venezuela no ha sido radicalmente diferente a las vidas de otras personas, migrantes o no. Ha habido quiebres amorosos, desilusiones, éxitos moderados, pequeñas ganancias, manías y obsesiones, buses que no pasan, oportunidades que no llegan, cambios sociales y políticos, una pandemia, historias vergonzosas, lluvia, días calurosos, días felices, días de mierda. 

Creo que la diferencia es que cada experiencia se magnifica por factores que están íntimamente ligados a tu condición de extranjero: el peso de los abrazos que no puedes dar, la rutina familiar que te estás perdiendo, la nostalgia por los que siempre están ausentes, las despedidas definitivas que se producen a kilómetros. Es un equipaje que siempre viaja contigo y que tiñe todas las demás experiencias naturales que son inherentes a la propia existencia. Hoy, de vez en cuando, me sigue visitando el qué hago aquí. Esta, y las otras interrogantes que la acompañan, no dejan de asustarme un poco, pero luego recuerdo que soy migrante, que estoy aquí por elección, que llegué después de haber dado vueltas, tumbos y más tumbos, que estoy en Santiago de Chile, que ese paisaje conmovedor de la cordillera de los Andes es también parte de mi vida cotidiana. Recuerdo que, a pesar de lo que he dejado atrás, yo soy yo, soy Joanna, y mi esencia no va a cambiar aunque vuelva a moverme, aunque no siempre perciba los límites de la geografía que me acoge, aunque more en este u otro territorio. Esta migrante soy yo y allí adonde vaya —con mis memorias, vivencias e interrogantes, con mis redes de apoyo fortalecidas que abarcan kilómetros, con mi nostalgia y mis posibilidades— en ese lugar está mi casa.

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Es un proyecto de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana, dedicado al periodismo digital, la producción audiovisual y las narrativas interactivas y transmedia