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Mariana Escobar Bernoske //
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"Yo soy sobreviviente de Armero"
Nada. A eso quedó reducida la ciudad que hace 33 años fue la más próspera del Tolima. Caminar por lo que una vez fueron sus calles es tratar de revivir una memoria que el tiempo y la naturaleza consumen lentamente; una herida latente que recuerda la gravedad de la negligencia humana y la fuerza destructora de la tierra.
FOTO: La mayoría de las tumbas han sido saqueadas y destrozadas para la realización de rituales
Armero parece sacado de alguna película post apocalíptica -estilo ‘Soy Leyenda’- donde los árboles y la vegetación se apoderan de los restos de casas, barrios y calles. Ahora lo que era una ferretería, un restaurante y el último piso del hospital se extienden sobre el borde de la carretera como fantasmas alimentados por un aire de abandono y tragedia.
Se siente el calor y la humedad acompañada de varias nubes de mosquitos, pero sin duda alguna, prevalece un tipo de incertidumbre, nostalgia, miedo, silencio o calma que crea una sensación de impotencia que caracteriza esta nada. Sin embargo, lo es todo.
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FOTO: Los letreros de la carretera anuncian la llegada a Armero
Aunque las palabras salen sin problema, se siente el dolor en su voz; una melancolía camuflada en el recuerdo de lo que fue y nunca pudo ser. A pesar de haber pasado 33 años desde la tragedia, la herida aún sigue abierta. Para Alfonso Quintero, Armero siempre será un trago amargo que le recuerda su vulnerabilidad, pero también la importancia de seguir adelante.
Son las cinco de la tarde y él está sentando en el bar del Club Italiano. La música que suena en el fondo y los murmullos hacen juego con el rojo atardecer que se revela tras las ventanas, una escapatoria al caos que es Bogotá. Mientras trabaja concentrado en su portátil bebe una Coca-Cola acompañado de una mezcla de maní con pasas para pasar el rato.
Al verme su expresión cambia, pero la verdad es indescifrable; puede ser alegría o tal vez ansiedad, solo sé que ahí estoy para revivir lo que fueron las horas más largas de su vida. “Voy a contar mi historia”, dice con calma mientras acomoda su chaqueta. Después de un largo silencio su voz cambia y, sutilmente, salen las palabras: “yo soy sobreviviente de Armero”.
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11 meses
El primero de enero de 1985, Alfonso estaba preparado para enfrentar lo que sería su último año de medicina donde pondría en práctica lo aprendido. Como ibaguereño vio en la “Ciudad Blanca” una gran oportunidad; Armero era un municipio grande y moderno, el segundo en importancia en el norte de Tolima; contaba con dos hospitales el San Lorenzo (de tercer nivel) y el psiquiátrico Isabel Ferro de Buendía. Además, estaba a solo una hora de Ibagué y a 40 minutos del Líbano, donde su novia Catalina – con la que llevaba una relación de ocho años– haría su internado.
No había habitaciones para los médicos y mucho menos para los internos, pero él quería quedarse en el hospital San Lorenzo. Tuvo que pedirle al gerente, Aníbal Restrepo, que le permitiera improvisar un cuarto donde fuera. Alfonso se instaló en “una pieza en seguida de la morgue” que, según recuerda, era “¡muy fea!”, pero ahí se organizó.
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Son las 10 de la mañana y el aire acondicionado del carro no es suficiente para calmar el calor que hay en el ambiente; el asfalto de la carretera brilla y hace que el paisaje parezca un espejismo. A la distancia se observan los restos del que fuera el imponente hospital San Lorenzo; lo que un día fue una cuadra completa y un edificio de tres pisos, hoy son ruinas que pueden verse cuando se pasa por la carretera.
El sol hace que el concreto y la poca pintura que queda de la estructura resalten. El tercer piso –donde quedaban habitaciones con capacidad para acoger a unas 20 personas– brota de la tierra como un prisionero del tiempo y la memoria. Se puede ingresar a lo que queda de la estructura por la parte de atrás y una vez adentro todo cambia.
FOTO: El interior del Hospital San Lorenzo
Ya no se siente calor, tampoco hay viento, lo que se levanta allí es una pesadez fría. Cuando el ruido de los carros y camiones que transitan por la carretera se opaca, aflora el aleteo y los chillidos de los murciélagos, mientras el olor a humedad y guano de a poco se intensifica hasta el desespero; me siento como una intrusa. Hay una energía muy fuerte en el ambiente, pero no estoy segura si es miedo lo que activa esa sensación.
El corredor es oscuro y parece infinito, y al recorrerlo da la sensación de que el piso se disuelve. La tenue luz que entra revela el celeste de los azulejos que adornaron los baños, un poco de color en medio del sombrío encierro de concreto, ladrillo y madera a medio podrir.
Es inevitable tener una sensación de incomodidad dentro de este lugar que de por sí solo es sinónimo de dolor y tragedia. Al salir, una ola de calor golpea y la luz encandelilla, es volver a esa realidad de ruinas y maleza. A unos pocos metros hay otra pequeña edificación de un par de cuartos que lucha por sobrevivir a este abandono, ya no tiene techo y un árbol se han apoderado de ella; es la morgue.
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Pero no todo era trabajo. Para Alfonso, Armero también era sinónimo de experiencias importantes. Junto al hospital, había un claustro de monjas con las que solía discutir porque a ellas les “fastidiaba” el sonido de la pelota de ping-pong golpeando la mesa. A pesar de la distancia, una de aquellas religiosas le regaló un Agnus dei –un corazón de oro con un pedazo de cirio bendecido por el Papa–, con la única advertencia que sin importar lo que pasara la medalla siempre lo iba a proteger.
Solía compartir el tiempo libre con sus compañeros de universidad José, Gonzalo y Magdalena, y con su novia Catalina. Tenía 24 años y Alfonso buscaba pequeñas aventuras. Trataba de convencer a todos de que fueran al Nevado del Ruiz, pero José era el único que se unía a esas excursiones. “Llegábamos hasta la zona de la nieve y ahí sacábamos los tapetes del carro, subíamos lo más que podíamos y nos deslizábamos”, evoca.
Hoy recuerda lo mucho que disfrutaba ir al Ruiz, pero lo hace con nostalgia, pues fue ese mismo nevado el que el 13 de noviembre de 1985 le cambió la vida. En los planes de Alfonso jamás estuvo presupuestado que su año de internado sería solo de 11 meses y mucho menos que se iría de Armero en un helicóptero y luchando por su vida.
13 de noviembre de 1985
Era un miércoles como cualquier otro, los niños estaban en clase, los campesinos recogían el algodón, el comercio daba sus frutos, las tres salas de cine estaban funcionando al igual que el museo antropológico y los clubes sociales. Pero a las 4 de la tarde las cosas empezaron a cambiar: una capa de ceniza cubrió la ciudad; lo que nadie sabía es que una hora antes el cráter Arenas, ubicado en el pico del nevado del Ruiz, había despertado después de 79 años de inactividad. Poco a poco un olor de azufre inundaba la ciudad, sin embargo, no hubo orden de evacuar pues dos horas más tarde cayó una leve llovizna sobre la ciudad, lo que transmitió una sensación de alivio.
Durante el día, Alfonso no estuvo en Armero. Había viajado a Ibagué con Catalina para visitar a unos compañeros en el hospital Federico Lleras. Allí, estuvieron hasta la tarde cuando decidieron regresar. “Al llegar a Armero hacía las 7:30 de la noche se percibía cierta incertidumbre entre la población, porque caía arena y mucha ceniza. En las capacitaciones que nos daban en la iglesia, algunos vulcanólogos nos decían que cuando cae arena de un volcán es inminente una erupción”.
Sin embargo, decidieron quedarse en el hospital. Ahí todos estaban muy pendientes de las noticias pues días atrás ocurrió la toma del Palacio de Justicia, pero sobre el volcán no se decía nada. En un momento, el abrumador ambiente de cenizas y arena se tornó insoportable, de manera que decidieron con Catalina salir de Armero.
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“Eran las 9:40 de la noche, recorrimos algunas calles, pero se nos empezó a caer todo encima”. Ya el volcán había hecho erupción y un fuerte temblor sacudió al pueblo. A las 10 de la noche se fue la luz y la oscuridad se apoderó del lugar. Una gran avalancha de lodo, tierra y escombros, que descendían a una velocidad de 60 kilómetros por hora, acabó con la central eléctrica. Era el inicio de la tragedia.
En pocos minutos, aquella inmensa masa de rocas, árboles, ceniza y tierra que arrasó con la planta de energía se apoderó de Armero y destruyó todo a su paso. En 47 minutos cayeron 350 millones de metros cúbicos de lodo y piedras, el fin parecía innevitable. Alfonso y Catalina desconocían lo qué estaba ocurriendo. Caminaban agarrados de la mano en medio de la oscuridad. Intentaban salir de ahí, pero la avalancha los tomó por sorpresa.
“Nos soltamos de la mano y se me fue… a ella nunca más la volví a ver”.
FOTO: Las ruinas de lo que fue el tercer piso del Hospital
“Pensé que me iba a morir”
“No recuerdo muchas cosas. Quedé inconsciente pues me di varios golpes en la cabeza (…) Pensé varias veces que iba a morir ahogado. Me pegue contra todo, pero no veía con qué me pegaba porque todo estaba oscuro y ni sabía que era lo que había pasado”. Fue arrastrado por el río de lodo hasta ocho kilómetros afuera de la ciudad y terminó sumergido en esa sopa de barro en la que se mantuvo como pudo a flote.
“Esa noche fue ¡demasiado larga! Me sentía muy herido con golpes en la cabeza, me dolía todo el cuerpo. Recé muchísimo, estaba muy asustado, le pedí mucho a Dios que me muriera, que no me dejara sufrir tanto”.
A la madrugada, la fuerza de la avalancha se desvaneció y tan solo quedó un mar de muerte y angustia en ese valle de barro en el que se convirtió Armero. Aquella noche el país se fue a dormir sin conocer de la tragedia. A las 5 de la mañana Leopoldo Guevara, voluntario de la Defensa Civil de Venadillo, una población vecina, sobrevoló la zona y ante la magnitud de lo ocurrido dio aviso, pero nadie le creyó.
El sonido de esa avioneta despertó a Alfonso que estaba desorientado. Sacó fuerza de donde pudo y se arrastró hasta encontrar tierra más firme y, tras observar el panorama, no pudo contener las lágrimas. La combinación de dolor por todo el cuerpo y un frío que calaba hasta los huesos lo hacían sentir cada vez más débil.
Pasaron las horas y él seguía ahí semidesnudo -solo quedó con pantalón-, cubierto por el barro y con mucha sed; la lluvia le permitió tomar gotas de agua de algunas hojas que había a su alrededor. “Mientras estaba ahí botado lo único que escuchaba eran los pajaritos que pasaban y solo podía pensar que tenían más vida que yo”. Quedó absolutamente solo, no había nadie, solo muertos a su alrededor. Le quitó los zapatos a un cuerpo para poder caminar hacia un lugar más firme, pero fue imposible. Se hundía dentro del barro, sus pies estaban todos cortados y no pudo recorrer más que unos metros, de manera que se recostó.
“De la sed que tenía me orine en una botella que conseguí; me tome la mitad y guarde el resto para más adelante poder tomar algo”. Vio pasar los helicópteros hacia Armero, pero estaba muy lejos. El sólo lloraba, rezaba y pensaba en su novia, amigos y compañeros de la Universidad. El tiempo era cada vez más lento y la ilusión de salir de ahí se desvanecía; nada pasaba, se sentía olvidado, el frío regresó y nadie llegó a recogerlo esa noche.
En la madrugada del viernes, luego 24 horas de espera, lo único que pasaba por su cabeza era la muerte; creyó que había llegado el momento de definir la línea entre vivir y dejar de sufrir. Fue entonces cuando un helicóptero de la Fuerza Aérea de Canadá llegó donde estaba. “No sé por qué, no había nada ahí, pero nos vieron”. La aeronave no pudo aterrizar y quedó suspendida en el aire. Unos rescatistas bajaron, lo envolvieron y lo subieron.
FOTO: Leyenda en inscrita en piedra en honor a la tragedia
“Los helicópteros no se levantan verticales sino un poco en diagonal, no me amarraron bien y casi me caigo. Me pude agarrar de una de las sillas del copiloto y solo lloraba porque no sabía qué había pasado ni dónde estaban mis amigos”. Lo llevaron a Lérida, una población cercana, en donde para poder identificarlo lo desnudaron, le quitaron el barro y limpiaron un poco sus heridas. Le preguntaron varias veces su nombre y finalmente lo atendieron en una carpa del Ejército. Lo estabilizaron y en ese momento Alfonso pudo decir que era médico.
La carretera solo estaba habilitada para emergencias, pero debido a la gravedad de sus heridas y por ser médico, decidieron enviarlo a Ibagué. Lo llevaron lo más rápido posible, sin embargo, el mal estado de la vía provocó que una llanta de la ambulancia se estallara y por poco se vuelcan antes de llegar a El Salado. “Me bajaron en plena carretera para pasarme a otra ambulancia, mi espalda estaba vuelta pedazos por la lona de las camillas, las piedras y el barro en mis heridas que me dolían muchísimo (...) finalmente llegué al hospital Federico Lleras, donde tres días antes había estado de visita”.
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En este punto del relato Alfonso agachó la cabeza como si cargara el peso de tantos años en silencio, esta no es una historia que le gusta contar. Fijó la mirada en el suelo y entró en un trance de recuerdos de aquellos días. Sus manos –con cicatrices de la tragedia– se entrelazaron como si aún trataran de aferrarse a la vida que la avalancha se llevó. Cerró los ojos y suspiró por una juventud arrebatada por la fuerza del volcán. El cansancio era evidente en su voz.
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Los jiriguelos, siempre en grupos ruidosos, anuncian que el lodo volcánico ha hecho renacer la vida en Armero, una mezcla entre el verde de los árboles y el gris de las estructuras. Si antes la maleza era una intrusa ahora lo son las casas que quedaron. Estas yacen bajo un panorama desértico, pero no olvidado, se han convertido en memoriales de las personas que desaparecieron, el recuerdo de una herida que nunca cicatriza. Pero es extraño, a pesar de recordar todo lo que ocurrió, se siente paz en el lugar.
Sin embargo, está calma dura poco. Al acercarme al cementerio se respira cierta incomodidad en el ambiente. Este fue uno de los lugares que quedaron intactos después de la tragedia. La avalancha nunca llegó hasta aquí. Hay quienes dicen que fue por “protección divina” del ángel que se encontraba en la entrada; tenía las alas abiertas y con la mano derecha sobre sus labios pedía silencio y daba la bienvenida. Los expertos afirman que la masa de lodo no lo alcanzó porque estaba ubicado sobre una colina.
De la protección del cementerio ya no queda nada, solo rastros de saqueo y una sensación de intranquilidad. Estando allí, recuerdo que hay que temerle a los vivos y no a los muertos, pues no hay palabras suficientes para describir el estado en que se encuentra el cementerio; profanado, destrozado, olvidado y marchito…Hay velas, sangre y esqueletos donde no debería. Camino con cuidado y hago el intento de ignorar los escalofríos que recorren mi cuerpo.
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