Las aventuras de un vendedor de dulces que se enamoró del alcohol

Francisco Hurtado ha pasado 14 de sus 62 años en la cárcel. Hoy sobrevive vendiendo tinto, pan y toda suerte de golosinas en una chaza en el Parque Nacional. ¿Cómo es la vida de un hombre que se entregó al alcohol para ahogar una pena?

Por Alejandro Orozco

A las once de la mañana, se ve llegar un triciclo al parque, quien lo conduce es don Pacho. Lleva su carrito desde un parqueadero en la calle 22, hasta la entrada sur de la Universidad Javeriana, junto al Parque Nacional Enrique Olaya. Cuando se aproxima, se puede oír en la distancia un parlante desafinado reproduciendo salsa, al tiempo que la vibración sacude las tablas del chasis de su vehículo y compone una orquesta de tornillos sueltos y empaques plásticos. Tiene sesenta y dos años y se ve cansado de tanto empujar y de que la vida lo empuje. En cuanto estaciona, bebe un sorbo de whisky y fuma un chicote. Con la botella a la mitad, al igual que la caja de cigarros, comienza la jornada laboral, medio ebrio.

Francisco Hurtado Hurtado, “don Pacho”, nació en Guapi, Cauca el 10 de octubre de 1960. Su niñez fue complicada y las vicisitudes lo llevaron a conocer el alcohol a los nueve años. Desde entonces se volvió íntimo amigo de la bebida. Todos los días se toma una botella entera mientras trabaja, excepto los domingos, que no trabaja y aprovecha el tiempo libre para beber. Repite que su felicidad depende del alcohol, pero no obtiene más que una tranquilidad pérfida, porque el pasado amargo se asoma en cada instante de sobriedad y el síndrome de abstinencia no lo deja dormir de noche.

Uno a uno, acomoda sus productos en las repisas de su carrito. Primero toma un cigarrillo prendido y, con la ceniza ardiendo, abre huecos en los paquetes de papas y galletas, para guindarlos en puntillas clavadas de los bordes. Después, inserta las chupetas en una especie de pirámide plástica. Luego de despejar la superficie, organiza todo por marcas, precio y presentación, para facilitar la venta de las golosinas, cigarrillos y parafernalia.

Cuelga un parlante rojo, al que le falta una bocina, en un gancho debajo del triciclo y dependiendo del clima, decide abrir o no una sombrilla que logra cubrir toda la mercancía.

Cuando termina de instalarse, saca una bolsa de panes y un termo de café. Ese es su desayuno, pero si a alguien se le ofrece, vende cada pan a trescientos pesos y el vasito de tinto a mil. Es muy vivo para hacer negocios, pero ha pagado el precio de rebuscarse el sustento en actividades ilícitas. En total, ha estado catorce años en prisión por microtráfico; estuvo preso en Bogotá, en Acacías y en Cali. Sin embargo, acepta que los años de reo no fueron tan duros como los años de libertad. La libertad, sin el consejo de su madre, dice, se convierte en un círculo vicioso de malas decisiones y sufrimiento.

Francisco siempre tiene una gorra que le tapa deliberadamente los ojos, impidiendo el contacto visual y ocultando su tristeza. Bajo la visera, su mirada se ve fundida y delirante, yerta y perdida. Gira los globos oculares con parsimonia dentro de sus cuencas, como si la resequedad opusiera resistencia. Tiene varias cicatrices en el rostro y un par de heridas en los pómulos. Está cubierto por una dermatitis aguda desde los callos de las manos, hasta los codos y tiene úlceras cutáneas en las mejillas y la frente. Los labios resecos por el frío y el sol, se mantienen entre abiertos, dando espacio para que entre un poco de aire, y salga su voz agotada y envejecida. Usa frases cortas y para ahorrarse las palabras, a veces prefiere responder con interjecciones y onomatopeyas.

Vive en una residencia en la localidad de Usme, acompañado por otros ermitaños. Lejos de su familia, de su tierra y de sí mismo. La mujer que decidió amar lo afectó, no lo dice, pero sus ojos se encharcan cuando habla de ella. Es una mujer venezolana, de Táchira, quien, según él, “un día eligió” sin importarle a quién lastimaba. Tuvieron dos hijos que ya tienen más de treinta años y de los que no sabe nada desde que los dejó cuando eran niños. Venezuela no le trae buenos recuerdos, además de separarse de su familia, allá mataron a dos de sus tres hermanos. Cuando habla de su vida en el país vecino, hace pausas para darse traguitos de whisky, se limpia la boca con rabia y continúa. “Lo único que le pido a mi dios es que me tenga unos años más con salud para seguir trabajando”, siempre buscando desmarcarse del tema familiar.

Un día mientras desayunaba, sonó en su parlante La noche más linda del mundo, interpretada por Adalberto Santiago. Paró de masticar y comenzó a cantar entre los dientes la primera estrofa de la canción. “Yo llegué a tu casa temblando de miedo y te pedí perdón que yo nunca concedo, te confesé que no conseguí reemplazarte y te dejé en tu alcoba después de besarte”. Se detuvo un momento y arrugó los labios como haciendo pucheros. Tarareó el coro, “y esa fue la noche más linda del mundo, aunque nos durara tan solo un segundo, más no me arrepiento, porque aquel momento lo llevó grabado en mi pensamiento” y cambió la canción. Hubo un silencio incomodo mientras se reproducía el siguiente disco, silencio que sorteó prendiendo un cigarro.

¿Cuál fue su noche más linda? “Ninguna”, me contestó tajante, ¿y el día más feliz que recuerda? “Cualquiera con mi mamita”. Ya era evidente que sufría una fuerte depresión por la ausencia de su progenitora o la de su amante, pero yo estaba convencido de que, en su alma apagada e inerte, habitaba algún vestigio de felicidad. “Esta es mi felicidad”, dijo mientras enseñaba la botella de licor barato. Su madre murió hace treinta y un años y desde ese momento, la tristeza no le ha dado tregua. Justo después, se distanció de su amada y se hizo adicto a la marihuana como consecuencia de los excesos.

Cuenta que trabajó un largo tiempo administrando un hotel de prostitutas. Ganaba bien, pero era una vida muy densa, incluso para alguien que estuvo encanado. Agobiado por la vida nocturna, decidió comenzar a vender dulces por unidad en las calles y en los buses. Así hizo crecer su propio negocio, que luego de más de doce años de trabajo, le da a diario entre ciento ochenta mil y doscientos mil pesos netos. Pero el dinero no le dura, el vicio le arrebata cada centavo, porque trabaja para pagar el antídoto de su tristeza, que es una cura tanto como un veneno que agrava más la situación. Comprendo a don Pacho, la depresión es agresiva y puede parecer mejor evitarla que lidiar con ella, porque encararla es tan osado como torear con una servilleta; comprendo que prefiera vivir en una realidad adulterada; el alcohol y las drogas no llenan vacíos, pero se olvidan.

Cuando cae la tarde, entre las cuatro y las cinco, acomoda las golosinas unas sobre otras, apilándolas para que quepan en la repisa principal de su chaza. Luego recoge la sombrilla y la guarda entre dos pedazos de madera que la sostienen. Apaga el parlante y prende el ultimo cigarrillo antes de irse. Empujando, baja por un pastizal, sobre el que su triciclo, que tiene dos ruedas adelante y una atrás, con una silla de bicicleta incorporada, se tambalea e inclina como si se fuera a volcar por el peso del vehículo. No se despide de nadie, su marcha es silenciosa y se ve más apurado que por la mañana; se le nota el afán de llegar pronto a su habitación.

Francisco es muy conocido por todos en el Parque Nacional. No se mete con nadie y es muy cordial, aunque hable poco. Se podría decir que su puesto ambulante se ha convertido, en los siete años que lleva trabajando allí, en una pieza común del paisaje del parque. No logré conocerlo sobrio y fue realmente difícil extraerle información, pero en lugar de hacer juicos al respecto, agradezco su displicencia. Los cuestionamientos fueron como bandas elásticas, que estiraba sin saber que también me azotarían por el efecto de resorte. Algunas veces me he sentido como él, aunque no en la misma magnitud.

Conocerlo fue de las cosas más reveladoras que me han pasado. Es tan indescifrable como el andar de un cangrejo ermitaño y está tan agrietado como un caparazón abandonado. A veces creía que estaba hablando con el caparazón y no con el huésped. Tiene la carcasa llena de abolladuras. El último día que hablamos, lo noté incomodo, hacía todo con la mano izquierda y mantenía el brazo derecho pegado al abdomen. ¿Le duele el brazo?, le pregunté. “Sí, un carro me atropelló en el centro esta mañana”. Se descubrió el antebrazo para mostrarme el golpe, se veía muy abultado y morado. ¿Va a ir al médico? “Ni deriesgo, mientras me desinflama le pido ayuda a alguien, no puedo dejar de trabajar”. Este personaje enigmático tiene tantas cosas por contar, que las frases se le atrancan en el paladar y por eso casi no salen.

Qué importante que es escuchar a los seres incógnitos de la ciudad, para desenmascarar demonios como la depresión y las adicciones. Don Pacho es uno de tantos seres que deambulan las calle con cadenas. Una de tantas leyendas en las que el Estado no cree. Hablando con él y conmigo mío, supe que el significado de la tristeza se halla entre la penumbra y la trascendencia, en el vacío del ser. Me vi a través de sus penas y me di cuenta de que, al llenar el vacío con materia descompuesta, ambos cometemos un error al pensar que sirve como abono, porque es lodo y en lugar de fertilizar, pudre, arrastra y entierra la vida.

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Es un proyecto de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana, dedicado al periodismo digital, la producción audiovisual y las narrativas interactivas y transmedia