El Jeep rojo que se convirtió en un juguete a escala real

Por Isabella Gaviria

Esta es la historia de un carro construido en el año 1953 que se volvió un miembro más de una familia.

Es imposible no verlo cuando pasa. Su belleza atrae la atención de cualquier persona. Al emprender su recorrido por las calles, su presencia emana exclusividad; no todo el mundo puede tener uno como esos a tamaño real. Para muchos, es un juguete coleccionable o una reliquia que solo cobra vida en fotografías. En las calles del municipio de La Mesa, se avecina uno: un Jeep. No uno cualquiera, sino un Willys CJ6 del modelo 53, pintado de un rojo vibrante que captura todas las miradas a su paso. Es imposible no notarlo: ¿qué hace un vehículo proveniente de la Segunda Guerra Mundial transitando por el corazón de un municipio en Colombia?

Los Willys fueron icónicos vehículos todoterreno fabricados en respuesta a un llamado del alto mando militar estadounidense en 1941. Se diseñaron para trasladar soldados en el frente de batalla sobre cualquier terreno; su agilidad, versatilidad y tracción los hicieron valiosos en diversas funciones, como ambulancias, soporte de armamento, vehículos de mando y más. Estos carros fueron desarrollados y construidos por la empresa estadounidense Willys-Overland Motors, que tenía una capacidad de producción muy limitada debido a los efectos de la Gran Depresión.

La historia de los Jeep Willys en Colombia se remonta a 1946, cuando el Ministerio de Guerra (hoy Ministerio de Defensa) importó los primeros vehículos, que luego adquirieron pudientes agricultores de la zona cafetera. Este ‘campero’ se convirtió en uno de los elementos más representativos de la cultura cafetera. Sus características se acoplaron a las necesidades de la región; su gran capacidad para sortear terrenos y la posibilidad de llevar grandes cargas de café y otros productos agrícolas lo hicieron el carro ideal.

El Willys, un vehículo lleno de historia desde su fabricación, era observado sin falta cuando cruzaba el centro de La Mesa. La mayoría de las veces lo conducía Homero Grisales, quien casi siempre iba en compañía de su esposa, sus dos hijas y sus cinco nietas. “Como dirían algunos, bendito entre todas las mujeres”. Guadalupe, Antioquia, fue la tierra que vio nacer en 1938 a aquel abuelo nombrado por sus nietas como Tatis. A los 27 años migró a Bogotá y a sus 63 años, su vida se encontraba entre La Mesa y su finca Lomitas. Aunque parezca mentira, Homero pagó lo que hoy cuesta un celular por este valioso vehículo. El vendedor pedía 2’500.000, pero Homero, como      buen paisa, logró regatear y salir con un mejor precio.

—Solo tengo 2’000.000, véndamelo —le dijo con determinación el Sr. Grisales al vendedor   del Jeep.

Debido a su mal estado, accedieron. En 2001, Homero compró el Willys. El Jeep pasó por un taller para que le hicieran trabajos de latonería y pintura. Ochocientos mil pesos fue la plata invertida para dejar a este Jeep como nuevo.

En una tienda recóndita de Bogotá, se eligió la pintura roja que tanto lo caracterizaba. Fue una de las hijas junto con su esposo quien, siguiendo las instrucciones de Homero, hizo la elección. Debía combinar con el color de la cojinería de los dos puestos de adelante y con los toques rojos que tenía el gran timón. Las farolas circulares de adelante quedaron en perfecto estado, y se le añadió un tubo antivuelco en la parte trasera, que años después causaría peleas y rivalidades entre las nietas por tener el puesto más cómodo. El Willys salió reluciente. Ese Jeep con placa PKJ874 de Fusagasugá fue adoptado por la familia Grisales, y ese mismo día cobró vida el Yin Yin. Más adelante, una de las nietas, por su incapacidad de decir “Jeep”, comenzó a decirle de esa forma, y así quedó bautizado.

Viajar a la finca era toda una aventura, y el Yin Yin fue cómplice de todas. En definitiva, fue parte de la infancia de todas esas niñas. El Tatis siempre iba manejando, y de copilota iba la abuela, la Tata. Los dos iban con sombreros blancos para cubrirse del sol, ya que el Yin Yin era descapotado. Atrás se tenían que organizar las 5 nietas y las dos hijas. Había puestos privilegiados, los que estaban en los bordes, que les correspondían a las que estaban de primeras en la lista, las más grandes. Desafortunadamente, las últimas en llegar al mundo tenían que ir cerca al tubo, el cual dejó varios recuerdos de chichones, debido a los saltos extremos que se daban. Pero eso no es todo. Luego de acomodarse en la silla colectiva, que era de metal, y por eso tocaba poner los cojines que nos daba mi abuela, seguía lo demás.

Lo primero en la lista siempre era El pajarraco, un turpial amarrillo con negro que llegó un día a la casa del Tatis y que desde ahí lo cuidaba como a un hijo, llevándolo a todos los viajes para que no se quedara solo; en seguida venía el mercado y por último las maletas. Era un solo viaje de la casa a la finca, todo tenía que caber. Al inicio, el viaje era a Lomitas una finca que quedaba a una hora de la casa de La Mesa, pues se tenía que contemplar la cargada del carro, la acomodada de las nietas, la recogida de los encargos y los charlas con los conocidos que se encontraban en el camino. Luego era a una casa en San Joaquín, el recorrido era menor y las nietas ya eran cada vez más grandes, haciendo más ágil todo.

Pero la lista no podía faltar en ningún viaje, ya con todo montado, se comenzaba a gritar

— Está el Tatis.

— ¡Sííí! — respondían con entusiasmo las nietas.

— La Tata, Jeannette, Camila, Gabriela, Sara, Sofía, Isabella, El pajarraco, el mercado, las maletas.

— Todo sí, sí y sí.

— Ya podemos irnos.

Esas eran las palabras más esperadas por esas 5 niñas

Las primeras aproximaciones al campo, a la trocha y a la naturaleza de las nietas se dieron en el Jeep. La aventura consistía en esquivar ramas, contar carros, vacas, caballos, cantar al unísono. Como dice actualmente Adriana, una de las hijas: “Ese carro parecía un mercado, gritos por aquí, gritos por allá”. El Willys nunca pasaba inadvertido, por su apariencia y también por el bullicio que hacían todas.

Mientras la Tata con perfecta entonación cantaba:

— Una lora verde clara y de dos plumas oscuras, se burlaba de otra lora, que era coja, tuerta y muda.

— Que era coja, tuerta y muda y faltaba el día de más, rapidez de movimiento y elegancia en el andar.

Las nietas gritaban el coro a todo pulmón:

— Tuerta loraaaaaaa, tuerta loraaaaaa, tuerta loraaa le gritaban. Si te paras bien erguida, te damos una tostada.

— Cuando te moves ves ves, nos dan ganas de reír, y cuando volas las las, nos dan ganas de sonreír.

Se podía decir que esa era la canción del Yin Yin, pues la cantaban una y otra vez, sobre todo en el inicio del viaje, pues este era la parte más fácil ya que era carretera. Cuando empezaba la trocha, los saltos no esperaban, y comenzaba el parque de diversiones.

En cada hueco le gritaban al Tatis, quién iba manejando

— Uy Tatis huecoo —decían con un vacío en la voz las nietas

— Y otrooo. —Apenas sentían como se tambaleaba el Yin Yin

Cuando estaba embarrado o tocaba subir una pendiente, la hija menor de Homero recuerda cómo prendía la doble. El Tatis, con determinación, movía una palanca y el Yin Yin, junto con las nietas sacaban todas sus fuerzas para sortear cualquier camino, pero que al Yin Yin no le quedaba grande, pues siempre lograba llegar a la finca.

El recorrido de vuelta muchas veces estuvo envuelto en sueños. El cansancio acumulado luego de romper corozos con piedra, recoger mangos, mandarinas, perseguir las gallinas y estar con las vacas, hacía caer dormidas a todas las nietas sobre los cojines, que eran costales cargados con naranjas o mangos; también había huevos, pescados, los cuales vendían luego en la plaza de La Mesa. El Yin Yin demostraba una vez más como era un carrito que trabaja muy bien y podía con todo el peso que le ponían.

Cuando el Yin Yin reposaba de los viajes, se encontraba descansando en el parqueadero y ahí también era cómplice de las pequeñas personas que se atrevían a montarse en él. Era el escondite perfecto cuando las nietas jugaban escondidas con los niños del conjunto que tanto admiraban ese carro. Otras veces, jugaban a viajar a la finca. Las nietas más grandes se montaban adelante, una manejaba y la otra era la copilota, las demás iban atrás y hacían gritería como si nadie las escuchara. En sus fantasías todas se iban de viaje a la finca, algunas veces tocaban el pito para darle un toque de realidad, aunque el carro seguía parqueado en el garaje y no se había movido de ahí en ningún memento. Pero lo que hacían las nietas era prohibido, por eso apenas salía el Tatis a regañarlas todas salían corriendo, pues existía un miedo permanente a que el carro cobrara vida y que por moverle alguna de las palancas se desengranara y surgiera un accidente.

Era un carro viejo, solo tenía tres cambios, y, si se arrancaba en primera, se movía como un tractorcito. No tenía mucha velocidad, pero sí que tenía fuerza. Los cambios se movían al revés que los otros carros, además era más duro y más lento, pues tocaba luchar con la cabrilla para lograr voltear un poquito las llantas. El último viaje que tuvo fue a la finca en San Joaquín donde tenía que subir una loma bien empinada. Esta vez lo iba manejando como por quinta vez la hija mayor de Homero, Adriana, quien era de las pocas además de Homero que lo pudo manejar en la familia. La Tata no sabía manejar y decía que las personas que hacían eso eran fuera de lo normal y las demás eran muy pequeñas o no se le habían medido a ese reto. Esa última vez tenía un aspecto diferente. Ya no era descapotado, sino que tenía una carpa beich que en un tiempo fue roja igual que la pintura del Yin Yin, pues por seguridad era mejor tener algo que protegiera mejor a sus ocupantes.

El Yin Yin lo presentía, se le agotaba el tiempo en esta familia. La visión de Homero empezó a empeorar poco a poco y el oftalmólogo le dijo en el 2014 que ya no tenía visión periférica y por eso no era seguro manejar. En el 2015 la familia Grisales se despidió del Yin Yin, de la ilusión de poder manejarlo, eso que anhelaban desde pequeñas. $16’000.000 fue el canje por ese Willys lleno de historias. Aunque no se sabe mucho de su estado actual, el comprador buscaba convertir al Willys en un carro clásico de la historia, ignorante de que el Yin Yin ya tiene la insignia de clásico en la historia de la familia Grisales.

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