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Apuntes para una paz posible y verdadera en Colombia
Por: Isabella Ramírez // Historia del periodismo
Cualquier apuesta por la paz en Colombia debe ser multidimensional y, sobre todo, abarcadora. Es por eso que, inspirado en la obra Alberto Salcedo Ramos y el poder de la palabra, el presente análisis busca dar cuenta de las distintas aristas del conflicto, desde el periodismo hasta el desplazamiento, para contribuir a una posible paz antes de las elecciones de 2022.
Mi voto en el 2022 será para ese líder capaz de conciliar la paz con los verdugos: una paz que para quienes son víctimas del conflicto suena como una entelequia. Cuando escogí La eterna parranda, del periodista Alberto Salcedo Ramos, para la clase de Historia del Periodismo, pensé que había sido una mala decisión. No soy la más aficionada a los temas deportivos, ya sea el fútbol o el boxeo, ni tampoco he tenido una inclinación musical por los vallenatos. Pero sí he desarrollado una aguda sensibilidad por los conflictos sociales y políticos; no en vano he visto a mi mamá luchar toda su vida por los derechos de sindicalistas, estudiantes y líderes sociales. Y fueron precisamente los pasajes sobre los abusos de la guerrilla y los paramilitares lo que me cautivó de este libro: las historias desgarradoras de quienes han soportado una guerra de más de medio siglo y la dualidad de una Colombia que se desangra y otra que vive en un sublime jangueo.
Por mucho tiempo Colombia ha estado bajo las sombras del narcotráfico, la violencia, la incertidumbre, el terrorismo y, sobre todo, la impunidad. Pero Colombia, tierra de llanuras y montañas frondosas, también es sabrosura. Ella es rica en especies de fauna y flora; en ella los mares y ríos espesos se confunden a lo lejos con el cielo. Y, como si fuera poco, su ubicación permite que cada rincón esté lleno de accidentes geográficos diversos y únicos; se trata de un lugar donde nuestros campesinos deberían vivir placenteramente, extasiados de tanto verde. Lastimosamente, uno solo tarda un segundo en caer en la cuenta de que la realidad es otra, y el protagonismo se lo lleva la codicia: el que más minas antipersona siembre o quien con más fuerza imponga la ley. Porque el poder y el tener se tragaron al ser.
Salcedo Ramos retrata muy bien en sus crónicas esa sed de poder. En el bajo Cauca antioqueño, en pueblos como El Bagre, abundan la riqueza aurífera y los corredores estratégicos para el tráfico de drogas. Esto convierte a esta región en un motivo de disputa sangrienta entre los grupos al margen de la ley. Son los habitantes de estos departamentos los que hacen el papel de “Simón, el bobito”, ese juego que solía ser divertido cuando éramos pequeños. Aquellos en esas zonas apartadas tienen todas las de perder, y en las grandes ciudades solo sabemos de su existencia cuando ocurren masacres, fusilamientos o bombazos. A los extremos están los verdugos intercambiando balazos, cometiendo bestialidades contra la población civil y dejando un reguero de cadáveres por donde pasan.
El Salado (Bolívar) conoce claramente esta carnicería, pues hace de parte de los Montes de María, una región agrícola y ganadera que durante años ha sido el campo de batalla de guerrilleros y paramilitares. Y es que, para Salcedo Ramos, los límites geográficos en Colombia no son trazados por la cartografía, sino por la barbarie que azota a nuestros pueblos. Según un informe de la Revista Semana, se han registrado 38 masacres en lo corrido del año 2020; entre ellas: Tarazá, Jamundí, Puerto Asís, Tumaco, Samaniego y un montón de lugares más que solo oímos por sus desgracias —ya sea porque están sumidos en la pobreza o porque son carne de cañón de estos grupos—. Y es que, si lo analizamos, quienes se apuntan a las filas de las disidencias fueron víctimas de la escasez antes de convertirse en victimarios.
Es impactante que en un país con más de 45 000 especies de plantas, en su mayoría consumibles, páramos que aportan hasta el 70 % de agua y más de mil ríos permanentes (sin contar lagos y lagunas), los habitantes tengan que vincularse a las filas de los verdugos. Y todo simplemente porque allí ven una posibilidad de empleo, que de “ideal” no tiene nada: prefieren asegurar un mísero sueldo mensual a cambio de ejercer actividades ilícitas como proteger cultivos de coca, extorsionar a los hacendados y acabar con los ciudadanos sin ninguna piedad.
Estas y otras acciones criminales se facilitan e incrementan debido a la ausencia del Estado; un Estado corrupto e indolente que solo mira a su población cuando necesita que marquen su simpática fotografía en el tarjetón. «Cuando el bus va saliendo de Quibdó, la única prenda que está colgada allí, meciéndose al compás del viento como señal de adiós, es una camisa blanca que tiene el rostro de un político estampado en el pecho, un detalle del azar tan irónico como perturbador», relata Salcedo Ramos en su crónica “El llamado de la chirimía”. Es repugnante ese montaje del político transparente y comprometido con las necesidades sociales.
¿De qué sirvió, pues, que la Unesco declarara a San Basilio de Palenque como obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad? Semejante reconocimiento solo ha servido para que el Estado siga ignorando que en este municipio carecen de agua potable y de alcantarillado o que más de la mitad de los niños reciben clases de pie; ni siquiera hay ambulancias, pues toca transportar a los enfermos en mecedoras. ¿Para qué retrataron a la Seño Mayito junto al Presidente y la galardonaron con el Premio Portafolio Empresarial?, si cientas de familias campesinas no tienen acceso a una educación de calidad, pero sí a ordeñar y talar maleza. ¿Será que los victimarios son solo los grupos al margen de la ley? ¿O lo será también ese Gobierno que usa a estos personajes ejemplares como una cortina de humo para exhibirse en un espectáculo de solidaridad?
Vivimos en un país que de vez en cuando habla de los prisioneros de guerra, y, cuando lo hace, el grueso de las noticias se concentra en algún renombrado político privado de su libertad —un extranjero, un importante empresario o Íngrid Betancourt— y no en los campesinos pobres. Y ni hablar de las víctimas: el cubrimiento de los noticieros se convirtió en apáticas cifras y cuerpos sin vida, pero ¿qué hay de las raíces del conflicto?, ¿qué pasa detrás de tantas masacres?, ¿por qué tantos jóvenes se suman a las filas violentas por falta de oportunidades?, ¿cómo son esos momentos llenos de zozobra mientras sus familias son destrozadas?
Conocemos poco o nada de ese país remoto aquellos a quienes por suerte nos tocó un mundo color de rosa. Si entendiéramos que la cantidad de víctimas —las múltiples cifras de desaparecidos, desplazados y asesinados de los noticiarios— son personas de carne y hueso, el conflicto no solo sería de los que están allá lejísimos, sino de todos. Hemos perdido la capacidad de sorprendernos frente a tanta violencia: se ha vuelto rutinario ver noticias y no asombrarse, desayunar o almorzar al son de la tragedia de la televisión. Pero no solo las cifras nos volvieron indiferentes, sino también los goles, el cantante que más discos vendió y los desfiles de ropa interior; todos esfuman el sufrimiento de muchos compatriotas.
El conflicto es tan agudo que hay quienes se suman por pura supervivencia, pues en sus hogares viven aterrorizados por la barbarie. Y en vez de esperar a que la guerra los mate, prefieren matar en la guerra para protegerse. Por ejemplo, los hermanos Edison y José Atilano Márquez, exmilitantes de un frente guerrillero y de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), respectivamente, son la prueba de que ya es hora de parar tanta salvajada y hacer la paz. Ambos coinciden en que son más las similitudes que las diferencias entre estos dos grupos insurgentes: las mismas torturas a la comunidad, la misma maña de rellenar los cadáveres con piedras antes de lanzarlos a los ríos, los mismos abusos cometidos contra las mujeres e, incluso, las mismas incoherencias. Porque el paramilitar endulza su paladar diciendo que defiende al ganadero, pero lo machaca con impuestos; y el guerrillero, actuando eufóricamente en nombre de la revolución, hostiga con la milicia al chico que usa arete o que tiene otras preferencias sexuales.
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Escribir historias como la crónica “Enemigos de sangre” solo es posible tras una profunda búsqueda de acontecimientos que no se quedan en ser informativos, sino que trascienden la línea narrativa a través de figuras retóricas y tratamiento literario. Esto humaniza la noticia: la hace más real, próxima e incluyente del público en la experiencia del suceso relatado. Porque cuando hacemos un buen uso del lenguaje, “la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres”, tal y como resalta Jorge Luis Borges.
Esa es la clave para despertar la inquietud y el interés de la gente por las historias de otros; esas que no deberían pasar frente a nosotros como una naturaleza muerta, sino como un relato en el que hay diálogos, sentimientos encontrados y formas particulares de pensar. La vida es más que simples estadísticas y trabajos investigativos.
Así son las crónicas de Salcedo: desde un inicio, la trama se desata de manera minuciosa, mediante la descripción de personajes, lugares y hechos. Luego arriba el clímax, que enriquece el lenguaje y mantiene la atención de sus lectores. Como él, no debemos esperar a que estalle un bombazo o masacren un pueblo para reportar. El periodismo debe ser proactivo y explorar todas las partes del conflicto. Es por eso que cuando digo que la paz debe primar en la agenda de los candidatos presidenciales, no lo digo para darle publicidad a ningún político, sino porque, como si estuviéramos en los zapatos de las víctimas, es necesario promover un cambio que deje marcas indelebles en la memoria colectiva.
El periodismo como servicio público debe responder a las necesidades de la gente, pues, como decía el periodista Ryszard Kapuściński, “la perspectiva desde donde se puede observar mejor una guerra es desde el lado de quienes la sufren”. Por eso es necesario entender cómo desde los medios aportamos a la sociedad; cómo si bien no vivimos en carne propia la guerra, tenemos en nuestras manos el poder de generar un cambio desde la democracia y sus efectos en aquellos que no la han tenido nada fácil.
Familias como la de Claudia Ocampo, que pisaron una de las tantas minas antipersona sembradas en el país, tuvieron que migrar del húmedo de las montañas hacia la árida ciudad. Y aquí la aridez no corresponde solo al clima, sino por al rechazo y la hipocresía de los citadinos. La cotidianidad de esta familia se convirtió en pedir limosna y refugio en albergues de caridad; incluso personas que simpatizaban con ellos en público les negaban una oportunidad de empleo solo por su procedencia de una zona influenciada por la guerrilla. La intención de muchos colombianos es permanecer tan lejos del desplazado como sea posible. Tal como resalta Salcedo Ramos, la mayoría de la gente ve a los desplazados como embaucadores que utilizan la máscara del menesteroso para vivir campantes, a costillas del prójimo; por eso lo desprecian y lo esquivan, porque resulta que “el desplazado es el margen de error del censo”.
Según el último informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Colombia es el país que más desplazados internos tiene, con un total de 41,3 millones de personas, superando incluso a Siria. Esta información nos refleja que la guerra, aparte de ser devastadora, genera pobreza no solo en las ciudades afectadas, sino en aquellas zonas de conflicto donde la única posibilidad de empleo es unirse a las FARC o a las AUC y dejar madres, esposas e hijos desamparados.
Acordar la paz es el camino para erradicar la violencia, el desplazamiento forzado y la miseria; también para poder garantizarles a todos los ciudadanos el derecho a la tranquilidad que tanto promete la constitución. Tal vez para muchos sea una utopía, pero deberíamos aprender de Juan Sierra Ipuana, quien, en su labor de palabrero en la comunidad Wayuu, ha logrado mediar los conflictos protegiendo el equilibrio social de su etnia. Como destaca Salcedo Ramos, un hombre de metáforas como Ipuana no tendría cabida en un mundo “civilizado” como el nuestro, en el que muchos pretenden cobrar a la brava hasta lo que no se les debe, pero nadie parece estar dispuesto a escuchar la palabra.
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