Por Luisa Guevara Alonso // Redacción Directo Bogotá
La siguiente es una visión panorámica de la situación actual del país. Con indignación y crítica, Luisa Guevara intenta ahondar en la realidad de un país cuyos fondos y conciencias han sido malversados.
Los colombianos nos acostumbramos a vivir de esperanza, amor y fe. El día que empezamos a cuestionarlo todo, nos embaucaron con la típica retahíla: “¿Qué pasó?; ¿no eran el país más feliz del mundo?; ¿por qué estar triste y pelear si están ubicados en uno de los lugares más biodiversos? Solo consideren la riqueza natural de La Guajira, los paisajes del Amazonas o el Chocó; atiendan a la belleza de San Andrés y Providencia”.
Pues adivinen qué: todos estos lugares que acabo de mencionar son los más pobres del país. No tienen educación, seguridad, un techo digno donde vivir ni siquiera agua potable. Estos rincones han lucrado a grandes multinacionales: tanto así que lugares con altos niveles de desigualdad social, como lo es Buenaventura, solo son considerados para construir grandes estructuras como el puerto de carga más importante del país.
Pero claro: somos un país hermoso que baila al ritmo de una buena salsa y perrea hasta el himno nacional; que agradece cada mañana a un Dios misericordioso para ver si ese día le da la oportunidad de conseguir algo. Somos un país donde aquellos aferrados a la esperanza son llamados atenidos porque esperan que todo les caiga del cielo; al tiempo, los que que tienen las formas son saludados cada mañana por el verbo producir. ¡Es inconcebible que los pobres no busquen como a salir adelante!; deben estar “donde están porque quieren’’. ¡Trabajen, vagos!
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Según el DANE, es tan evidente la desigualdad que, en el último año, 2.4 millones de hogares en el país ya no tienen sus tres comidas diarias, y es imposible creer que 2 millones de hogares sean atenidos o flojos. Sería mucha coincidencia que tantas personas al tiempo decidan simplemente no producir por pereza y aceptar la horrorosa situación de ni siquiera comer dignamente.
Todo nos conduce a aquel gran aparato estatal llamado Gobierno. Dentro de él, se supone, existe un robusto gabinete de funcionarios públicos que, como su nombre lo indica, debe funcionar para el público. Pero la realidad es que su rol se ha convertido en el de amo y señor de estas tierras tan ricas; han regalado nuestros territorios y lo que en ellos crece, sea legal o no. Estos representantes han caído en el gran error del ser humano: la ambición.
Aunque muchas familias viven de 1 millón de pesos, si tienen suerte, los funcionarios del Gobierno devengan un salario actual de 35 millones de pesos. Y algunos congresistas tienen el descaro de “verse alcanzados” con esa suma, lo que naturalmente indigna a un pueblo que muere de hambre. De esa cuantiosa suma, el verdadero básico es de 8 millones de pesos; el resto son abonos por primas especiales, seguridad privada, y hasta gasolina de sus vehículos, que, a propósito, son blindados y también se los otorga el Estado. La realidad es que ni siquiera pagan su salud médica, mientras muchos mueren en las puertas de los hospitales o deben rogar por tratamientos médicos como una diálisis.
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Lo que se vive actualmente no es la rebeldía de una juventud a la que “le falta pedagogía”, como aseguró el fiscal general en una entrevista a Noticias Caracol. Esta es la verdadera indignación de un país muy rico, pero a la vez muy absorbido por la corrupción y los magnates, que nos consideran una bodega de lingotes de oro. El Estado, como veedor de nuestras necesidades, está en la obligación de velar por el bienestar, la equidad y la igualdad de los hijos de un pueblo donde no debería faltar el dinero. ¿Y cómo sería posible que faltara?: existen más de 160 peajes en el país (países vecinos como Ecuador tienen solamente 10).
¿Cómo es posible vivir enfrascados en tanta miseria cuando se obliga a los emprendedores que deciden registrar su marca a entregarle al Estado todas sus ganancias? ¿Cómo crecer como país si crear empresa y generar empleo es un desafío de talla mundial? Y es que, además de pelear por lo justo, nos matan con la premisa de “establecer el orden”.
Como diría Residente, Colombia es “un país sin piernas, pero que camina”. Estamos tan desconectados que creemos haber llorado a muchos muertos en estos últimos dos meses de Paro Nacional, cuando han matado a líderes sociales, campesinos y jóvenes desde hace años. Pero ahora la guerra llegó a nuestros ojos, y pudimos comprender cómo el poder y el desinterés nos han cegado.