Por Ana María Betancourt // Fotoperiodismo
Entre la informalidad, el calor y la pandemia, los vendedores de la playa trabajan para cubrir sus gastos personales y familiares. Con la prolongación de la emergencia sanitaria, han debido adaptar sus ventas y sus modelos de negocio a las medidas oficiales.
Los vendedores informales samarios salen todos los días de sus casas a las 5 a. m. para recorrer kilómetros de playa ofreciendo sus productos. Venden cocadas, salidas de baño, sombreros, carteras, ceviche, mango biche, joyas de coral o materiales artificiales, churros, mazorcadas, pinchos, arepas, servicios de lancha, servicios de moto acuática y masajes.
El sol abrasador y los constantes vientos cargados de arena los obligan a usar turbantes, mangas largas, cachuchas y pañoletas que los protejan, pues su jornada termina alrededor de las 5 p. m. A veces, llevan una pequeña botellita de agua, pero otras andan a la deriva como nómadas hasta que encuentran un lugar donde parar a almorzar y tomar algo que los refresque.
La llegada del COVID-19 a Santa Marta provocó el cierre de las playas, lo que dejó a estos vendedores en grandes dificultades. Para el 19 de mayo, las medidas locales de prevención son: toque de queda entre las 11 p.m. y las 5 a.m. y algunos cierres en las playas, que han ido reabriendo poco a poco. Por esto a los vendedores les toca vender lo suficiente para generar ganancias en menos tiempo del que están acostumbrados. Aun así, tratan de tomárselo con calma caminando por las playas sin afán y tratando de seducir a los turistas con ingeniosas frases publicitarias para sus productos.
Para muchos turistas o bañistas, los vendedores ambulantes son molestos porque les ofrecen constantemente sus productos mientras quieren tomar el sol o descansar en las sillas asoleadoras. Sin embargo, con la escasez de trabajo en Colombia y la creciente crisis económica a causa del COVID-19, este es el único medio de subsistencia de muchas familias de clases no privilegiadas en Santa Marta.
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Algunos vendedores se esconden bajo los árboles durante las horas en las que el sol está más fuerte, y sus frentes escurren gotas de sudor sepultadas tras sus tapabocas. En la sombra se reúnen a hablar con otros vendedores, a contarse chistes y a criticar la realidad política nacional.
Los vendedores tratan de visitar las mismas playas todos los días, con el objetivo de cobrarles a los turistas que les quedaron debiendo dinero los días anteriores. Jaír —un vendedor de cocadas, panelitas, tamarindos y todo tipo de dulces de la zona— obedece el siguiente lema: “Yo ofrezco el crediplaya: compra, disfruta y paga cuando te vayas”. Aunque esto ha permitido que sus productos se acaben antes de que el sol los dañe, también ha sido un riesgo, pues muchas veces los turistas no le pagan y sus cuentas al final de la semana se descuadran.
La situación económica de los vendedores se ha complicado durante el último año y, aunque comprenden que las medidas gubernamentales buscan cuidar del virus a la población, manifiestan que no se les han ofrecido muchas ayudas para poder sostenerse mientras la situación sanitaria se normaliza.
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