Por: Laura Rico // Historia del periodismo
Leer Cinco esquinas fue casi como leer una novela policíaca en medio de un contexto tan real y desgarrador como la dictadura de Alberto Fujimori. En este mundo paralelo, Vargas Llosa le dio nombre, cara, personalidad y un toque heroico a quienes desmantelaron dicho régimen que se prolongó por diez años.
En este mundo paralelo también se desarrollan las historias de personas de diferentes contextos sociales que existían y se reunían en medio de un ambiente violento y opresivo en el que ni pobres ni ricos podían vivir con gran tranquilidad: el Perú de los años noventa.
En el centro de todo está el periodismo. Y, como lo describe Vargas Llosa, se trata de un arma de doble filo, sobre todo si no se maneja con escrúpulos, ética y moral. Es el periodismo en un contexto de oposición casi nula y de distracciones mundanas, orquestadas por la dictadura, que mantenían a la población preocupada por temas menos serios que la opresión de su libertad.
Rolando Garro es un periodista (si así se le puede llamar) que deja mucho que desear y que, de seguro, representa a los cientos de medios populares en Perú. Para subsistir durante la crisis, estos le vendieron el alma al diablo: pasaron por encima de todos los valores periodísticos y fueron la pieza clave en la ceguera colectiva de los peruanos.
La del Perú era una sociedad desigual, como todas las latinoamericanas. Las condiciones de vida eran definidas por la proveniencia social, y no había mucho espacio para subir en la escala social. Si se venía de una familia pudiente, las riquezas aumentarían con los años en pro del afianzamiento del dominio en la sociedad. Por el contrario, el destino del pobre era incierto: estaba obligado a nacer en el analfabetismo, como el padre de la Retaquita, y a luchar con su sudor por una miseria de ingresos diarios. A mí me hubiera gustado ver un poco más el diario vivir de estos personajes marginados por la élite peruana; si bien Vargas Llosa ofrece pequeños vistazos de sus pasados y de las condiciones precarias en las que vivían, no ahondó en ese sentir de opresión, como los de Enrique o Marisa. El autor no transmitió en su totalidad los sentimientos que los llevaban a tomar las decisiones que tomaban, sino que se aprovechó de esos pequeños vistazos para así justificar el actuar de personajes como la Retaquita, Ceferino y Rolando Garro.
En Garro y la Retaquita veo el mismo espíritu: más que de desafío, de derrota ante un mundo que les había negado la oportunidad de vivir una vida normal. A Rolando, por haberse criado en un engaño desde su adopción, y a Julieta Leguizamón, por haber nacido en un entorno que no prometía mucho. Ella no tenía más opción que salir de él con puños y garras, y para ella adoptar una visión cruel y pesimista era la justificación perfecta para no perder su tiempo en nimiedades éticas ni morales. Mientras tanto, la necesidad básica de Ceferino de proveer para su familia era la excusa óptima para librarse de las culpas por sus acciones.
El placer de joder a Vargas Llosa
Y es aquí cuando aparece el conflicto. La Retaquita y Ceferino veían en Rolando Garro a un mentor que, a pesar de sus mañas, les parecía un ejemplo a seguir por sus características de caranga resucitada. En sus ojos era lo más valiente y perseverante que había en el Perú, tanto así que Ceferino se dejaba maltratar por él y La Retaquita se había enamorado en secreto. Sin embargo, detrás de toda esa máscara de manipulador y calculador, se encontraba un títere de la dictadura, un peón de la estrategia de distracción del Doctor o, como es su nombre oficial, Vladimiro Montesinos. Era él la mente maestra detrás de la década de injusticias contra Perú y su gente; sí, la mano derecha de Fujimori, pero también el hombre frívolo detrás de miles de asesinatos injustificados y, al final, del de Garro también.
El nombre de Rolando Garro, por lo general, iba acompañado de atroces insultos a su imagen y reputación, pero eso a él lo tenía sin cuidado. Había hecho un pacto con el diablo local de Perú a cambio de mantener su periódico de farándulas, chismes y amarillismos a flote. Si no dejaba de lado su ética periodística, estaba condenado a sufrir otro cierre de su periódico no solo por el tema monetario, sino porque al negarse a las propuestas del Doctor estaría declarando su oposición automáticamente. Y eso era algo para lo que Garro no tenía energía. Él prefería gastar todas sus fuerzas, y las de sus más fieles reporteros, en destruir y arruinar carreras políticas de la oposición peruana.
Lo anterior me lleva a pensar en el contexto del periodismo de hoy en día. No es un secreto que el oficio periodístico exige mucho y remunera poco. Son escasas las instancias en que el periodista o el medio pueden desligarse completamente de los intereses de sus dueños, y cuando lo logran es poniendo en riesgo la liquidez del medio como empresa. Y los medios populares, mal manejados, pueden lograr en las masas un interés distractor. Es así como Fujimori logró esconder la realidad de todo un país, ocupando a los ciudadanos poco a poco con chismes triviales que podían mantenerse en la conversación social por semanas.
Y es así como muchas de las grandes decisiones son tomadas a las espaldas de los ciudadanos: tras bambalinas, tras cortinas de humo. De hecho, pienso de inmediato en lo que pasó hace poco con las regalías para los pilotos de fracking en Colombia. Todos estos planes se articulaban mientras la población estaba enganchada y dividida por el caso del expresidente Uribe. Ignoramos lo trascendental y adoramos lo trivial. Por lo tanto, no podemos solo reprochar a periodistas como Ceferino, la Retaquita o incluso a Rolando Garro por estos empañamientos del periodismo. Como audiencias nos dejamos llevar por los titulares amarillistas y por noticias escandalosas, pero ni nos inmutamos cuando algo requiere un poco más de atención. Si el público no fuera tan perezoso, quizá nunca se le habría ocurrido al Doctor hacer uso de los medios populares. Ni tampoco a Goebbels.
Al haberse abierto estos personajes un campo en el periodismo de la forma empírica en que lo hicieron, enfrentaron una decisión que definiría por siempre quiénes eran. Y no solo periodistas buenos o malos, sino personas capaces de identificar las implicaciones de sus actos. Si bien se trata de un tema que al fin y al cabo es ético y moral, podemos ver en sus historias de vida personas maltratadas por la sociedad: seres rechazados, negados y disminuidos. Es, pues, de esperarse que quien crece en esas condiciones se enfrente a un “tire y afloje” entre el rencor y las ganas de ser mejor de lo que fueron con ellos. Es normal que quisieran probar lo que se sentía tener una mínima gota de poder en sus manos.
Siempre habrá algo que pese más en la vida del ser humano. Para ellos fueron la libertad de vivir en paz con su oficio, la tranquilidad de haber hecho lo correcto y la certeza de que, por minúsculos que fueran en una sociedad avasalladora, podrían destapar aquello que por dentro les carcomía el alma y les robaba sus ganas de seguir con su oficio. Al decidir publicar esas crónicas rojas, delatando al régimen, dan por entendido que, por encima de todo, están la moral y la ética. De esto puede haber miles de libros, pero ninguno de ellos va a coaccionar a las personas a hacer lo correcto. Esa consciencia está en cada individuo y, por lo tanto, como periodistas debemos preocuparnos por ser fieles a esa aguja en el estómago que nos avisa cuando algo no va por el camino que debería, cuando lo que estamos a punto de hacer pone en riesgo nuestra consciencia y paz mental.
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