María José Guzmán Rodríguez
Dicen que no existen, pero una periodista decidió comprobarlo y fue hasta La Jagua, el pueblo donde supuestamente aún se las ve. Crónica de viajes en la que el mito se funde con la tradición.
Gloria tenía doce años el día que vio a una bruja. En una tarde caliente acompañaba a su abuela a traer agua del río para llevarla a su casa, cuando notó que una mujer delgada se acercaba a ellas. Estaba vestida de blanco de la cintura para abajo, y de su ombligo hacia arriba su ropa era negra. Tenía el cabello largo, oscuro y desordenado.
—Pensé que estábamos solas —dijo Gloria, un poco extrañada.
—Al menos tenemos compañía —respondió su abuela forzando una sonrisa.
La mujer se movía rápidamente mientras su falda larga viajaba con el viento. Cuando pasó por su lado, ni Gloria ni la abuela escucharon las pisadas. No tocaba el suelo con los pies, estaba flotando. Siguió su camino hasta el final del cerco de piedra. Sin pensarlo dos veces, se lanzó al abismo. Saltó y alzó vuelo. Esa fue la única vez que vio a una bruja.
Cincuenta años más tarde, Gloria Téllez se encuentra en la casa donde creció y dice que ya no hay hechiceras ni voladoras, todas murieron. En el pueblo de las brujas solo quedan las historias.
En medio de dos montañas se asoma la iglesia de La Jagua, “el pueblo de las brujas”, ubicado a diez minutos de Garzón, Huila. Llevo dos horas de viaje desde Neiva y no había sentido ansiedad hasta este momento. Aunque siempre les he temido a las brujas, hoy he decidido buscarlas.
Dicen que La Jagua fue fundada hace 478 años, así que es uno de los municipios más antiguos del Huila. Sus primeros habitantes fueron los indígenas de la región Tama, los andaquíes y los jaguos, reconocidos por los hechizos, conjuros y magia que, según los rumores, siguen recorriendo el pueblo.
Desde lo alto de la carretera se ven dos caminos largos de agua, formados por el río Suaza, que desemboca en el Magdalena, rodeando el pueblo a donde voy. Al menos el paisaje me da pistas de lo misterioso que, supongo, será el lugar. Asombrada por las montañas con los ríos a sus pies y el clima que empieza a ser más fresco, comprendo por qué los indígenas escogieron La Jagua para vivir.
Asomada a la ventana mientras el carro avanza, busco unas casas viejas, sin pintura, sin gente. Imagino que las calles están sin pavimentar, llenas de basura y restos de comida que sirven de alimento para roedores y aves. Con una angustia que se acumula en mi pecho, me preparo para encontrar un pueblo de pocas almas, que rondan la plaza y piden perdón por sus pecados en la iglesia. Si es un pueblo de brujas, debe lucir como uno: solo y oscuro.
Un letrero que dice “La Jagua” indica el inicio de una calle de piedras. Para mi sorpresa, las casas son grandes construcciones coloniales con puertas y fachadas de colores vivos, perfectamente combinados. Una de puerta azul aguamarina contrasta con las paredes amarillo quemado. El camino hacia la plaza está lleno de colores, ningún patrón se repite. En vez de parecer el pueblo de las brujas, me siento en el pueblo de los dulces y las hadas.
Asombrada por los colores del pueblo, me olvido de la idea que me ha tenido inquieta los últimos minutos del viaje: hoy voy a encontrar brujas. Antes de bajarme del carro, me aseguro de llevar las protecciones espirituales que preparé.
Agua bendita, algodón y un rosario que meteré en el bolsillo de mi pantalón. Luego de empapar el algodón con el agua, hago una cruz en mi frente mientras digo en voz alta: “Yo me sello con la sangre de Cristo y con el inmaculado corazón de María”. Repito la cruz en mis muñecas y en mi pecho. Ahora sí, estoy lista para buscar brujas.
Según las leyendas, el pueblo tiene brujas hechiceras y voladoras. Las primeras se encargan de leer el tabaco para predecir el futuro, repetir conjuros y hacer remedios, y las otras vuelan de techo en techo para escuchar los chismes de los habitantes. Busco en los tejados de las casas alguna pista, pero como es temprano en la mañana, supongo que las brujas no deben salir a esta hora.
La plaza del pueblo es un bosque de árboles altos con jardines de durantas verdes y flores rosadas. Hay varias bancas pintadas de verde vivo y amarillo encendido, que rodean una fuente en todo el centro. No hay basura ni ratas, ni mucho menos almas solitarias rondando por ahí.
Me siento en una de las bancas de la plaza para observar mejor el lugar. Al frente está la iglesia, sede de la segunda parroquia que se fundó en el Huila, después de la de Timaná. Sus paredes son blancas y están delineadas con amarillo quemado. Para ser un pueblo tan pequeño, tienen buena iglesia, tal vez para protegerse de las maldiciones de las brujas.
Mientras camino por el pueblo evito mirar a las personas a los ojos, y busco en sus rasgos físicos algún parecido con las brujas. Me fijo en sus narices, que casualmente en la mayoría de los habitantes es grande y aguileña. Hasta el momento todos son sospechosos y prefiero pasar desapercibida. Cuando alguien se queda viéndome por mucho tiempo, aprieto el rosario que llevo en el bolsillo, es mejor prevenir.
Una casa de paredes verdes y puerta naranja llama mi atención. Hay telarañas en sus ventanas y calabazas sonrientes colgando de la fachada. Me acerco. En la puerta principal me recibe una bruja.
Tiene ojos amarillos, nariz puntiaguda, una verruga negra en su barbilla y su piel es verde esmeralda. Lleva un sombrero largo y negro y una tela de velo transparente que forman su ropa. Sus brazos verdes están abiertos como si estuviera lista para salir volando. No tiene pies, ni tronco, únicamente cabeza y manos que escurren su vestido. La bruja está colgando del techo y hace parte de la decoración de la casa de Gloria Téllez.
Doña Gloria tiene el pelo rubio recogido en una cola de caballo y las arrugas de su cara evidencian sus 62 años de vida. Tiene ojos grandes y marrones y una nariz aguileña y encorvada. Esta mujer nació y creció en el pueblo y vive en la casa paterna de los Téllez, una de las familias más antiguas de La Jagua.
Durante toda su vida solo se encontró una bruja, pero de pequeña solía ver a las ánimas que bajaban en fila de la carretera para rezar en la iglesia.
—Algunas personas no vienen al pueblo por miedo a las brujas —dice Gloria con un tono de voz amable—. Ahora solo quedamos brujas buenas, nosotras somos buenas —dice en medio de una carcajada.
Me río para disimular mis nervios, pues no descarto la idea de que puedo estar justo al frente de una bruja de verdad.
Gloria continúa diciendo que eso de las brujas es más que todo un mito. Sus abuelos y las primeras personas del pueblo sí vieron varios espantos y sus historias han sido repetidas por otros.
—Las brujas hechiceras eran las encargadas de hacer los conjuros cargados de maldiciones, y las voladoras caían en los techos para escuchar conversaciones ajenas. Hace algunos años un tío venía caminando desde su finca y llegando al pueblo le salió una marrana con marranitos a perseguirlo. A él le tocó corra y corra. También vio otro espanto, un novillo que echaba candela por los ojos —dice Gloria con mucha tranquilidad.
—¿Hay alguna bruja todavía? —me atrevo a preguntar con timidez, aunque me aterra un poco la próxima respuesta.
—Solo una señora que vive en el barrio nuevo y se llama Roxana, ella hace remedios y lee las cartas. Muchos la visitan porque dicen que es acertada —responde Gloria mientras se pone de pie y se despide.
“Debo ir donde la tal Roxana”, pienso mientras me convenzo de que si he venido al pueblo de las brujas, no puedo irme sin conocer alguna.
En la casa de los Téllez también vive Fernando Trujillo, el hijo de Gloria. Un hombre de 34 años que ha escuchado las historias de sus abuelos y sus tíos más viejos. Fernando es alto, de piel morena y ojos oscuros. Lleva una camisa verde claro y un jean azul. Mientras atiende la panadería de su casa, me dice que en una calle de La Jagua hay una bruja pintada en honor de la que quemaron hace tiempo.
—Hace unos 450 años una mujer fue a la iglesia para bautizar a su nieto, pero como en el pueblo decían que ella era una bruja, el sacerdote se negó a bautizarlo. Esa señora no pudo con la rabia y le hizo un hechizo al cura, que le provocó que le salieran gusanos de la boca —dice Fernando—. Era una bruja realmente malvada, pues no quería entregarle el nieto a la mamá y también le puso un maleficio. Le colocó las manos en la cabeza y le salieron tantos gusanos que al niño le quedó la frente salida. Por eso la quemaron viva en la plaza —termina de contar Fernando.
Caminando por el parque paramos al frente de una valla publicitaria al lado de la iglesia: “Festival de Brujas de La Jagua: magia del Magdalena”, dicen las letras coloridas junto al dibujo de una bruja infantil que monta una escoba.
—Durante cuatro días hay una exposición de los maestros artesanos, de la gastronomía y de las muestras de danza, teatro y música. También se lleva a cabo una carrera de colores y un desfile de disfraces donde las familias vestidas de brujas compiten por la mejor comparsa y la mejor decoración de sus casas —me dice Fernando con intención de animarme a participar y promocionar el festival.
Después de seguir caminando, le doy la vuelta al parque central y encuentro a la bruja pintada. Está en el piso de piedra hecha con ladrillos rojos y se encuentra montando una escoba. Es narizona, de ojos grandes y lleva sombrero largo y nos tacones de punta. Nada aterrador, más bien infantil.
Con el clima fresco y el sol radiante, no siento que estoy en un pueblo de terror, pues todavía no he encontrado ningún parecido con las historias de Transilvania ni de Salem. Exagerando un poco, me siento más bien en Villa de Leyva o incluso en alguna que otra calle del centro histórico de Cartagena. La Jagua es un pueblo tranquilo que ha sabido vivir con una tradición misteriosa, pero la ha pintado de vivos colores para volverla agradable y curiosa.
Unas cuadras más adelante me encuentro con Marta Parra, que amablemente me invita a su casa después de que le pregunto por el pueblo.
Entro a su casa con miedo, pues nadie me había invitado con tanta insistencia. Tal vez Marta es una bruja y me ha venido observando mientras caminaba por la plaza. Su casa es oscura, las paredes están sin pintar y hay algunos perros rondando. Nos sentamos en un sofá cerca a la puerta mientras agarro fuerte el rosario que tengo dentro del bolsillo.
Marta tiene 37 años, su piel es morena y sus ojos son oscuros. Lleva una camisa blanca, un jean y sus pies descalzos. Aunque no nació en La Jagua, estudió acá toda su infancia y volvió hace seis años.
—Brujas acá no hay, eso es un mito. El problema es que están vendiendo el pueblo como eso, pero a mí me parece feo —dice con voz fuerte—. Al padre de la parroquia no le gusta ni cinco eso, pero como acá manda el pueblo y eso es tradición, el festival no se toca —termina de decir con cara de disgusto.
Finalmente, me dice que hay una señora en el barrio nuevo que se llama Roxana, que ella se vende en las emisoras como la hechicera de La Jagua, pero que no es nada de eso, solo hace remedios.
“Roxana —pienso de nuevo—, debo ir a su casa”. Después de pedir indicaciones sobre su ubicación, salgo de la casa de Marta y atravieso el parque.
Justo al frente de la casa de Gloria hay tres personas escuchando a un anciano. Su nombre es Jesús Torres. Tiene su cara arrugada, una nariz grande y algo que llama mucho mi atención: una verruga en su frente, como la de las brujas. Lleva una camisa color gris perfectamente planchada dentro de su pantalón azul. Me acerco.
—Hace cuatro años en esa casa de la esquina vivía una abuelita de noventa y algo de años que estaba muy enfermita. Todas las noches hacía ‘¡uhhh!, ¡uhhh!’ —narra Jesús mientras va moviendo sus brazos de arriba a abajo como si fuera a volar—. Entonces un día uno de sus hijos me pidió el favor de ir a verla, y yo como sé tantos resabios, pues fui —continúa—. Inmediatamente supe que era una bruja que no podía entregar su poder. Entonces entré a su casa y conseguí una biblia que dejé abierta, y salí. Como a los diez minutos de estar yo hablando afuera, otra vez escuché ‘¡uhhh!, ¡uhhh!’ y de una vez se murió —termina de contar el viejo.
—¿Y usted qué hizo? —le pregunto un poco desafiante.
—Pues como yo soy brujo, se me vino el poder a mí —responde en medio de carcajadas—. El remedio para que usted espante a una bruja es muy fácil —continúa con algo más de seriedad—: tenga una biblia abierta en el salmo 91, nada más. Ni vainas espiritistas ni estafas, nada —concluye el anciano mientras se aparta del grupo que lo escucha.
—¿Entonces usted es brujo? —le hablo fuerte, pues con su apariencia física similar al de una bruja, quiero asegurarme.
—Sí, pero yo no puedo volar porque el peso de los testículos me manda para el piso —suelta en medio de risas mientras se aleja.
Con una sonrisa en mi cara sigo el camino a casa de Roxana mientras busco en mi celular el salmo 91:
“No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día, ni pestilencia que ande en oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya, caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará”.
Siento escalofríos. Si en este pueblo hay un mito, debe haber algo de verdad. Y en medio de tantas historias que llevo escuchando, finalmente voy a buscar a Roxana, la supuesta bruja de La Jagua.
Salgo de la plaza central y luego de cinco cuadras giro a la derecha. El camino de piedras ya no está, ahora es carretera pavimentada. “Este debe ser el barrio nuevo”, pienso.
La sensación que tengo ahora es diferente. Ya no me siento en un pueblo de cuentos, sino en la vida real y, de cierta manera, eso me aterra más. La casa de Roxana es amarilla y de dos pisos, el primero tiene pintura y el de arriba no.
En la entrada está pegado un letrero que dice: “Horario de atención 8:30 a.m.-11:30 a.m. y 2:30 p.m.-5:30 p.m”. Arriba del marco de su puerta hay un cuadro con la Virgen María. Aún no entro y ya puedo sentir el olor a tabaco.
Luego de pasar, me encuentro con dos personas. Una niña de unos 14 años y un señor de unos 35. Ambos están esperando sentados en lo que parece ser la sala de espera. Todo el lugar huele a una mezcla de esencias, tabaco y sándalo.
—¿Hay mucho turno? —digo con la voz quebrada.
—Solo nosotros dos —responde el señor con una mirada fría.
Me siento en una de las sillas para detallar el lugar, es una casa como cualquier otra. Sus paredes son blancas, tiene cuadros de figuras egipcias como decoración, una mesa con flores amarillas y unas cuantas figuritas de piedras de San Agustín.
Hay una puerta al lado de las sillas, debe ser el salón donde atiende. Mis manos están temblando y ya empecé a morderme las uñas. Nunca he venido a un lugar de estos y no quiero que los demás lo noten.
Sigo esperando casi una hora y no ha salido nadie de ese cuarto. Adentro un hombre tose muy fuerte y mis nervios vuelven. La puerta se abre y una señora de pelo rubio teñido sale del cuarto. Es Roxana. Tiene unos 45 años, debe medir 1,60 y no es delgada. Su cara parece amable, no tiene la nariz grande ni aguileña y mucho menos verrugas. Usa ropa blanca y unos jeans claros.
“Marta tenía razón —pienso—. La tal bruja de La Jagua no es ninguna bruja”. Roxana vuelve al cuarto y esta vez lleva unas botellas plásticas llenas con líquidos extraños de color café verdoso.
Me pongo de pie y salgo del lugar, definitivamente ya no quedan brujas en La Jagua. La tal Roxana es una más de esas que leen la suerte y hacen riegos con aguas raras. No voy a pagarle a una mujer por algo así. La supuesta última bruja del pueblo de las brujas es una decepción.
A pesar de ese sinsabor, me doy cuenta de que, aunque ya no queda ninguna, las brujas le dejaron a este pequeño pueblo una tradición que atrae a cientos de turistas, curiosos, creyentes e incrédulos. Es un lugar que no brilla por las brujas, sino por una creencia poco usual en este país católico y mariano.
Saliendo de La Jagua me doy cuenta de que la verdadera magia del pueblo está en las casas coloridas, las calles empedradas, la iglesia y el parque central. En la gente que vive alrededor de la plaza y en la tradición que guardan las familias. En los ríos que rodean el pueblo y en las historias que aún cuentan los más viejos.
Al final de la carretera del pueblo veo un árbol con cuatro chulos negros que miran hacia el carro. Deben ser las brujas de La Jagua que presintieron mi visita y esperaron en los árboles hasta que me fuera. Una nueva esperanza me tienta a volver a este pueblo para encontrar algo más.
Vea la revista completa: Revista Directo Bogotá