Santiago Almeida // [email protected]
Santiago Almeida reflexiona sobre La única historia de Chimamanda Ngozi. Una mini crónica que retrata la experiencia y los prejuicios de un colombiano que llega a Brasil para trabajar con presos, expresidiarios, asesinos, narcos, violadores, choros, estafadores y fugitivos.
“Hijo, por favor ten mucho cuidado que por allá todos tienen SIDA”. Me dijo mi padre el día de emprender lo que sería mi primer viaje internacional totalmente solo. Al terminar de pronunciar la frase –en pleno El Dorado– sacó de una bolsa de la Olímpica ocho cajas de condones, las cuales metió en uno de los bolsillos externos de la maleta mientras seguía con su sermón.
Encorvado, casi con badil, tomaba una caja con la izquierda y por derecha la arrojaba. Al terminar me abrazó, se le salieron par gotas de los lagrimales y me echo la bendición. Aún hoy pienso que mi padre juraba y comía mocos de que me embarcaría en una orgía “Pasolinesca”.
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Al llegar a Brasil, me recibió quien me hospedaría durante mi voluntariado. Enfermero, treinta y pico de años, manicure al día, las cejas perfectamente bien depiladas; vivía solo, estuvo casado alguna vez y manejaba un Volkswagen Beetle convertible azul cielo del 2012. Fue inevitable… Mi camandulería marrullera y mi pre conceptuoso culo colombiano; provenientes de 20 años a punta de agua de panela con queso, changua, Padres e hijos y mucha seguridad democrática, de pronto se acorazaron. Para Luciano fue obvio, se plantó una sólida y asquerosa pared prejuiciosa entre los dos.
Aun así, el día que comencé mi voluntariado en la favela de Brasilia, a casi 50 minutos de su apartamento, quien ahora considero mi hermano, se ofreció a llevarme. Me dedicaría por dos meses a trabajar con presos y expresidiarios: asesinos, narcos, violadores, choros, estafadores, fugitivos y hasta había quien se juraba inocente. La Cooperativa Sonho de liberdade se encargaba de ofrecerle una segunda oportunidad laboral a quienes, al salir del encierro, se les negaba una digna. Reciclaban material residual de construcciones para fabricar de cero: muebles, andenes y balones de fútbol.
Cuando me presenté ante el personal fue la primera vez que sentí el bullying en mi vida; y eso que fui el gordo del salón toda mi infancia y adolescencia. En el momento que dije de dónde venía, todos comenzaron a reírse y a gritar de la emoción, casi como si hubiesen visto al mismo Pablo. Uno de ellos, regó un poco de cal e hizo unas líneas sobre el escritorio de la oficina y me dijo: “cheira, cheira aquí”; ̶ Huela, huela aquí ̶ . Nunca jamás me habían hecho sentir mal por el simple hecho de existir, por pertenecer. No sabía cómo reaccionar. Si emputarme y mandarlos a la mierda, si irme, o si botar a la basura los Chocoramos que les traía, al fin y al cabo, eran presos y expresidiarios peligrosos. Solo me reí.
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Después de la broma se disculparon y me abrazaron. En una lengua que aún no comprendía, me intentaron explicar que a todos los colombianos que iban les hacían esa broma, que era una costumbre. Terminé creando tal vínculo con esa mano de criminales y vándalos que cuando visité Brasil por segunda vez, viajé hasta la cooperativa solamente a saludarlos. Uno de ellos me invito a su casa, su esposa preparó el almuerzo y me presentaron a su recién nacida hija.
Me quedo con la Chimamanda que nos propone pensar en qué pasaría si en vez de cal, a los colombianos los recibieran con mariposas amarillas. Si en vez de SIDA y corrupción al brasilero se le conociera por Pagode, MPB, por Veloso o Bossa Nova. No por Bolsonaro, sino por Gal Costa, no el Brasil venéreo sino el de Alexandre Carlo: esperanzado en el amor por la vida. Todos hemos sido víctimas, también victimarios, todos hemos creado y contado alguna de esas historias únicas. Me quedo con la cara de libertad de mi padre al encontrarnos en Río y descubrir un Brasil totalmente distinto; me quedo con la cara que hizo cuando le devolví sus ocho cajas, aún sin destapar.
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