Texto y fotos por José David Escobar Franco // Redacción Directo Bogotá
Una sentencia del Tribunal Constitucional de República Dominicana desnacionalizó a 133 700 dominicanos descendientes de haitianos, lo que desencadenó una crisis humanitaria que ha durado casi una década.
“En el puesto de control se suben los militares a la guagua [bus] y solo nos piden los documentos a los negros”, cuenta Yoncito Augustín, líder juvenil dominicano. Recuerda que un día se levantó siendo apátrida, pues el Estado le quitó su nacionalidad: “Yo les muestro mi cédula y los militares dicen que no sirve. Les pregunto por qué no, si el Estado fue quien me la dio, y solo cuando insisto me dejan ir. Una vez los militares me agarraron sin documentos, porque yo aún no los había sacado, y me llevaron lejos, como a dos kilómetros, a un centro de migración. Me querían deportar a Haití, pero yo no soy de allá. Llegó un líder comunitario a hablar y me soltaron”.
Yoncito tiene 25 años. Nació y creció en el Batey 7, uno de los caseríos rurales en medio de hectáreas de cañaverales a los que históricamente han llegado migrantes laborales desde Haití para trabajar en la industria azucarera dominicana, una de las principales del país. Yoncito se siente orgulloso de ser dominicano y también de sus orígenes haitianos, pues es en ese país donde nacieron sus padres. Ellos migraron juntos en los años 70 al lado oriental de la isla La Española, buscando la seguridad que en Haití no existía.
Su mayor anhelo es ir a la universidad y estudiar Agronomía, pero no puede. El 23 de septiembre de 2013, el Tribunal Constitucional de la República Dominicana emitió la sentencia 168, que modificó de manera retroactiva el modo en el que en ese país se adquiría la nacionalidad. Esto implicaba que ya no eran ciudadanos dominicanos quienes, pese a haber nacido en ese país, fuesen hijos de personas en situación migratoria irregular. Una crisis de derechos humanos sucedió entonces: miles de personas de origen haitiano, entre las que se encontraban Yoncito y sus seis hermanos, dejaron de ser considerados ciudadanos dominicanos, y el Estado no respondió más por sus derechos.
Dos años más tarde, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) registró que las autoridades les habían quitado arbitrariamente sus documentos de identidad a muchas de estas personas, rehusándose a entregarles actas de nacimiento e, incluso, intentando deportarlas a Haití. Para entonces, Yoncito tenía 17 años y solo pudo asimilar la situación cuando supo que por el origen de sus padres no podría ir a la universidad. Esta es la realidad de más de 100 000 personas en la República Dominicana.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estimó en el informe anual Tendencias globales: desplazamiento forzado 2015 que en ese país había unos 133 770 apátridas, pero advirtió que la cifra real era probablemente mayor. Así, República Dominicana es el país de América con más apátridas y el único donde esto ha ocurrido por una decisión intencionada del Estado. Desde 2016 han dejado de figurar cifras de apatridia en el país en los informes de ACNUR. Esto porque, según una nota anexa que se repite en los informes, ACNUR está trabajando con las autoridades para determinar cuántas personas solucionaron el problema de su nacionalidad con la Ley 169-14.
“Sin documentos, mis aspiraciones no valen nada”
Como la sentencia significó una indiscutible e inminente violación de los derechos humanos, no faltaron la sanción social de la OEA ni la presión de un sector de la opinión pública internacional y de los movimientos sociales del país. Esto compelió al Congreso a expedir la Ley 169 en 2014, en que se establece un régimen especial para los hijos de inmigrantes nacidos en el país y sus descendientes.
Quedaron divididos en dos grupos: en el grupo A, aquellos cuyos documentos fueron incautados o desconocidos, y en el grupo B, los que nunca tuvieron documentos. A los primeros se les iba a restituir su nacionalidad, y a los segundos se les condicionó a registrarse como extranjeros, pese a no serlo, como única forma de iniciar un proceso de naturalización pasados dos años. La Encuesta nacional de inmigrantes de 2017 estimó que, de una proyección de 275 893 descendientes de extranjeros, 42 693 se habían registrado como extranjeros y solo 11 959 iniciaron el proceso de regularización.
Yoncito Augustín y sus seis hermanos hacen parte del grupo B, que concentra a la mayoría. Han pasado ocho años y nada se ha cumplido. Cuando se registraron como extranjeros, necesitaron la ayuda del Centro de Desarrollo Sostenible (Cedeso), organización sin ánimo de lucro que trabaja por los derechos de las personas de origen haitiano en colaboración con agencias internacionales para el desarrollo. La Junta Central Electoral les emitió una cédula que dice al frente que su nacionalidad es haitiana y que en el respaldo tiene unas letras grandes que dicen “no vota”. La cédula venció el 13 de agosto de 2020, y en la notaría postergan su solicitud para hacer un trámite de renovación.
Eso sí: las trabas para hacerse con la documentación dominicana vienen de mucho antes de la Sentencia 168 y están basadas, más que en el lugar de nacimiento, en el color de la piel. Wilson Solórzano Mondragón Santana tiene 24 años, vive en el batey 8 —que conforma un mismo distrito municipal con los bateyes 7 y 9— y es atleta de alto rendimiento. Ha ganado varias medallas en competencias nacionales y sabe que su récord de 10.42 segundos en los 100 m planos le alcanza para su aspiración de participar en los Juegos Olímpicos, pero como él mismo dice: “Sin documentos, mis aspiraciones no valen nada”. Sin embargo, Wilson no es de origen haitiano. Ni su padre, ni su madre, ni sus abuelos nacieron en ese país. Todos son dominicanos. Sus padres no lograron declarar a tiempo su nacimiento y por eso llegó a los 18 años sin documentos de identidad.
Ahí sintió el amargo efecto de ser apátrida. Por eso, Wilson se dio a la tarea de sacar sus documentos por su cuenta y, cuando cumplió con todos los requisitos para obtener el acta de nacimiento, se presentó a la notaría. Lleva seis años yendo y siempre le dicen que debe esperar, pero no le explican bien por qué. “Creo que no me quieren dar el acta de nacimiento porque soy negro y asumen que soy haitiano”, concluye. Wilson vive ansioso por estar en una suerte de limbo y asegura que logra mantenerse en pie solo gracias al deporte. A cambio de lo que le puedan dar, se dedica a entrenar a los niños del batey y a quienes quieren bajar de peso.
“Es muy difícil sobrevivir”
Para muchas personas en situación de apatridia, la única opción es el trabajo informal. Yoncito Augustín trabaja para el Consorcio Azucarero Central, al que pertenece la empresa Ingenio Barahona —a su vez propietaria de los cientos de cañaverales que rodean el batey donde vive—; funge como supervisor de los braceros durante cuatro meses, en época de zafra, cuando la caña está lista para ser cosechada. Trabaja ahí porque no tiene otra opción. Como no tiene ciudadanía dominicana, no le es posible acceder a empleo formal; se siente explotado por sus jefes porque no le pagan lo suficiente y no puede presentar reclamos formales, pues las leyes laborales dominicanas no lo benefician a él. De hecho, si Yoncito pide un aumento salarial, corre el riesgo de perder su trabajo. En los otros ocho meses, cuando la caña está apenas creciendo, no hay trabajo y los braceros deben buscar cómo arreglárselas.
La apatridia tiene a muchos habitantes de los bateyes pasando hambre, por lo que algunos se dedican a la agricultura de subsistencia y a la ganadería. En el batey 8, todos cuidan los animales de todos y respetan la propiedad ajena. Pero el espacio para pastar es muy pequeño, y a los pastores, niños en su mayoría, les cuesta mucho evitar que los cerdos, las vacas y las cabras mordisqueen las hojas de las plantas de caña de azúcar.
Los bateyes son lugares segregados y altamente vulnerables, pues tienen acceso limitado a servicios básicos como agua potable, electricidad y salud. Según un informe de la ONU de 2014, son poblados cuya prevalencia de enfermedades es mayor que en el resto del país.
El Ingenio Barahona tiene terminantemente prohibido que los animales se alimenten de la caña, y tiene al Ejército de su lado. Cuando esto ocurre, los militares llevan los animales a un corral en el municipio de Cristóbal. “Ante la imposibilidad de abrir una cuenta bancaria que impone la apatridia, los animales son para muchos la mejor forma de ahorro”, explica Beneco Enecia, líder comunitario y director de Cedeso; “para los dueños de los animales, ir por ellos hasta Cristóbal y volver cuesta más de lo que se ganan en un mes”.
La CIDH advierte que, además de no poder trabajar de manera formal ni ingresar a la universidad, para los apátridas tampoco es posible circular con tranquilidad por el territorio nacional, registrar el nacimiento de sus hijos, acceder a seguridad social, casarse, divorciarse, sacar un pasaporte (y por consiguiente salir del país), comprar una casa, acceder a servicios judiciales ni votar o lanzarse a un cargo de elección popular. No es posible, en general, ser un ciudadano del común.
Las mujeres y la apatridia
“Yo nunca he ido a otro país que no sea el mío”, dice Luz Pierre, una dominicana que teme por sus hijos; “ahora dicen que nos van a mandar a mí y a mis hijos a un país que no es el nuestro”. A pesar de que su padre es dominicano y tiene en orden sus documentos, los tres heredaron la condición de apatridia de su madre y no tienen actas de nacimiento. Luz ha trabajado como empleada doméstica, pero desde que nació su tercera hija, hace tres años, se dedica solo a cuidar de su hogar y sus hijos. Su esposo, un albañil, es la principal fuente de ingresos en la casa.
Un informe sobre género y riesgo de apatridia en los bateyes dominicanos, elaborado por el Centro para la Observación Migratoria y el Desarrollo en el Caribe (Obmica), concluye que son muchas las mujeres como Luz y que “la apatridia se ha empezado a transmitir de forma matrilineal”. Las madres son las que normalmente asumen la tarea de declarar a sus hijos, pero si no poseen documentos de identidad, es poco probable que puedan hacerlo. “Su principal obstáculo”, explica Bridget Wooding, directora de Obmica, “es que los funcionarios de salud no conocen la ley en detalle y no saben que a los hijos les corresponde la nacionalidad si uno solo de los padres es dominicano. Actúan como notarios y no facilitan el proceso”. De este modo, la apatridia se reproduce.
Inicialmente, la migración laboral de Haití a República Dominicana se dio en el marco de los acuerdos entre ambos Estados, que solo contemplaban hombres que trabajarían temporalmente en el sector del azúcar. La migración de mujeres no era regulada y sus posibilidades de trabajo siempre fueron menores. En un escenario de apatridia, esto implica para muchas mujeres depender económicamente de los hombres y una mayor vulnerabilidad.
Y si bien muchas mujeres haitianas migraron a la República Dominicana para acompañar a sus parejas y otras lo hicieron buscando oportunidades, esta ruta migratoria es también un escenario de trata de personas. El portal InsightCrime señala que “ni Haití ni República Dominicana han cumplido los estándares mínimos para eliminar el tráfico de personas, según el informe de 2020 [del] Departamento de Estado estadounidense”. El documento advierte que aunque las investigaciones por ese crimen aumentaron, las condenas disminuyeron; también alerta sobre la colaboración de las autoridades con los criminales.
“No hay una solución dominicana al problema de Haití”: Presidencia
Para la jueza Katia Miguelina Jiménez, la Sentencia 168, que derivó en la apatridia de miles de personas, fue una decisión política. Jiménez era una de las juezas del Tribunal Constitucional en 2013. Ella y la jueza Ana Isabel Bonilla tuvieron los únicos votos disidentes contra la sentencia que desnacionalizó a miles de dominicanos descendientes de haitianos. Según Jiménez, ninguno de sus colegas desconocía los efectos que traería la sentencia: “Con esta decisión se ha querido poner un paro a la migración haitiana en la República Dominicana, pero eso no se resuelve a través de una sentencia. Eso es un asunto que le correspondía al gobierno central, no a los jueces”.
El doctor Milton Ray Guevara, actual presidente del Tribunal Constitucional, ocupaba el mismo cargo en 2013, y fue uno de los más vehementes defensores de la sentencia. En su libro ¡Éxodo! Un siglo de migración haitiana hacia República Dominicana, el periodista y diplomático Héctor Pastor Vásquez detalla que en 1978 el juez Guevara fue miembro de la delegación del Gobierno dominicano que negoció y firmó con Haití los contratos para la llegada de 29 000 jornaleros haitianos al país entre 1978 y 1980. Según denunció la jueza Jiménez en 2013, este mismo juez publicó un comunicado en defensa de la Sentencia 168 sin el consentimiento de los demás jueces.
Cuando la sentencia se emitió, las juezas Jiménez y Bonilla fueron blanco de discursos de odio de grupos nacionalistas que celebraban la decisión del Tribunal. Esa sentencia fue un hito más de una historia larga de antihaitianismo, que se remonta, al menos, hasta la segunda independencia de la República Dominicana. La primera independencia fue del reino de España, en 1821, y la segunda de la ocupación haitiana, en 1844. Desde entonces, la construcción de la identidad nacional dominicana estuvo permeada por una diferenciación con Haití y la idea de que ese país representaba una amenaza de seguridad nacional. Estos sentimientos están vigentes en el imaginario colectivo.
Este tipo de nacionalismo llegó a su máxima expresión en octubre de 1937, cuando el dictador Rafael Leónidas Trujillo ordenó el genocidio de la población de origen haitiano que vivía en territorio dominicano. Historiadores como Frank Moya Pons y Lauren Derby estiman que, en lo que se conoció como la Masacre de Perejil, hubo entre 12 000 y 20 000 víctimas. Desde entonces, al Ejército dominicano se le atribuyeron funciones de control migratorio.
Los habitantes del batey 7 esperaban que el nuevo presidente de República Dominicana, Luis Abinader Corona, actuara a su favor. Después de todo, este empresario progresista que representó una discontinuidad de la hegemonía del Partido de la Liberación Dominicana se opuso en 2013 a la Sentencia 168 y la calificó de inhumana. Sin embargo, los bateyanos ven con preocupación que el presidente, afirmando motivos de seguridad, construirá una valla para separar la frontera entre los dos países y que ha endurecido las políticas migratorias. En septiembre de 2021 anunció una resolución que impide la entrada a la República Dominicana de mujeres extranjeras con más de seis meses de embarazo. Además, en octubre declaró que suspendería indefinidamente el programa que concede visas especiales a los haitianos para estudiar en República Dominicana y que dejaría de renovar las visas ya concedidas. Estas decisiones fueron recibidas con beneplácito por un sector más nacionalista.
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Por su parte, Homero Figueroa, director de Información, Análisis y Programación Estratégica de la presidencia dominicana, dijo que “no hay apátridas en República Dominicana”, tal como en su momento afirmó el anterior presidente Danilo Medina. Para el portavoz de Abinader, los organismos internacionales, oenegés y movimientos sociales dominicanos que afirman que sí hay apatridia en ese país manejan una “narrativa falsa”. “Nuestro país siempre ha sido responsable con sus ciudadanos […]; aquí todos los dominicanos tienen garantizada su nacionalidad. Lo verdadero es la inseguridad en Haití, que alienta mayor migración”, sostuvo Figueroa, quien además aseguró que República Dominicana no puede resolver los problemas de Haití. El funcionario agregó que no tiene ninguna constancia de que en su país hubiese un trato discriminatorio proveniente de funcionarios del Estado contra las personas negras.
Aunque existe un sector dominicano poderoso y fuertemente nacionalista, movimientos sociales como Dominican@s x Derecho y Reconoci.do, conformados por jóvenes dominicanos de origen haitiano, han entretejido alianzas con organizaciones académicas e instituciones internacionales para consolidar la lucha contra la apatridia mediante un activismo de impacto. Este tipo de organizaciones han buscado informar a los dominicanos de origen haitiano sobre cuáles son sus derechos y cómo exigirlos. Aunque hay una cierta resignación en las poblaciones de mayor edad, son cada vez más los jóvenes que no se conforman y que, como Yoncito Augustín, no se cansan de repetir: “Nosotros somos dominicanos por derecho”.
**Algunos nombres de las personas que viven en los bateyes fueron modificados por petición de las fuentes.
** Este texto fue publicado originalmente en El Espectador el 15 de noviembre y hace parte de la tesis de grado del autor.
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