Por la danza del león y la Ciudad perdida

Ana Lucía Ñustes // [email protected]

Kun fu, Chang Quan, Tai Chi o Wushu. El mundo chino puede ser ajeno y extraño para nuestra cultura occidental. En este ensayo periodístico Ana Lucía Ñustes relata cómo fue su encuentro con la celebración del nuevo año chino en la biblioteca Virgilio Barco.

FOTO: La celebración del año chino en la Biblioteca Virgilio Barco

Creo que fue el misticismo. Sí, definitivamente fue el misticismo lo que me hizo subir las escaleras de la Biblioteca Virgilio Barco, como si entrara por primera vez a la Ciudad Perdida en Beijing. Los niños cruzaban por el sendero pavimentado con sus kimonos de Chang Quan, Tai Chi, Wushu y probablemente otras formas de Kung Fu desconocidas; las mujeres que los acompañaban vestían el mismo atuendo y usaban sombreros guanmao; los hombres, maestros de Kung Fu, erguidos e imponentes, permanecían estáticos. Son las 9:40 a.m. y las sillas están llenas. El ruido es abrumador.

Poco a poco las cuerdas de una cítara apaciguan los murmullos del vestíbulo. El movimiento zigzagueante del cuerpo del león captura la atención del público, mientras uno que otro niño grita emocionado. El león abre los ojos en el primer compás y al segundo ya ha saltado de un lado al otro, justo en el borde. Sus movimientos se aceleran y la danza toma forma. Cambia el tempo. Salta. Luego, ladea la cabeza tan lento que el público se detiene, casi como si nos preparáramos para ser cazados. Movimiento, aceleración, salto.

—¡Bienvenidos a la celebración del año nuevo chino! — proclama el maestro Sifu Fabio Barbosa.

FOTO: La celebración del año chino en la Biblioteca Virgilio Barco

A decir verdad no sabía lo que me iba a encontrar. Tal vez un ritual tradicional o dumplings en la cafeterí­a.Tal vez algo insólito. Tal vez no. Por lo pronto, personas de todas las edades subían y bajaban, salí­an y entraban por los pasillos. ¿Qué hacían aquí? ¿qué buscaban? Admito que la meditación fue extraordinaria y la forma en la que el maestro César Ospina hablaba del zodiaco chino era inspiradora, casi como si sus rasgos no delataran su procedencia latina; pero aún no podía entender la razón para ver tantos jeans y camisetas que deambulaban por el vestíbulo.

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No fue hasta que Paola me contó sobre su enfermedad y como el Kung Fu la ayudó a superarla, y Mercy me dijo que entrenar la ayudó a mejorar su resistencia, y el momento en que Consuelo me contó cómo ella y su esposo construyeron la casa del Centro de la Virtud Marcial en un lote desvalido; fue hasta entonces que me dí cuenta de lo insólito.

Cada una de esas personas contaba una historia a través del vaivén de los movimientos de Kung Fu. Atrás, adelante. Historias de opuestos complementarios como el yin y el yang. Desciende, asciende. Historias de avanzadas y retrocesos. Derecha, izquierda. Historias enmascaradas tras la técnica de un arte marcial tradicional. Arriba, abajo. Historias que los occidentales guardamos para el terapeuta.

— El Kung Fu es realmente una excusa para poder mirarnos hacia dentro — me diría Consuelo unos días después.

Quizá por eso los jeans occidentalizados estaban aquí. Quizá el evento había sido la excusa perfecta para confrontar la cultura occidental. Una en la que no existe la rareza de un deporte que enseñe más de la vida que de la técnica. Quizá por eso, ni si quiera lo insólito me permitió sacar de mi cabeza esa frase que pronunció el niño detrás del rostro del león:

—Nunca me había sentido tan raro en esta pinche vida.

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