Por: Juan Sebastián Acosta // Redacción Directo Bogotá
El siguiente análisis no solo busca abordar las verdaderas causas del malestar social en Colombia, sino también diferenciar la protesta social del vandalismo. Breve y concisa, esta pequeña radiografía del paro nacional intenta contribuir a la resolución de la difícil situación que atraviesa el país.
Colombia, ¿hasta dónde? No suena muy lógico que en el marco de distintas jornadas de manifestación social, al menos en un estado supuestamente democrático, haya habido aproximadamente 39 homicidios, cometidos presuntamente por miembros de la fuerza pública, ni tampoco que en un lapso de quince días se hayan presentado 1055 detenciones arbitrarias y 442 intervenciones violentas en contra de quienes ejercen su derecho a la protesta. De igual manera, tampoco es razonable que por el hecho de estar cumpliendo órdenes de un superior y un deber constitucional, más de 800 hombres de la fuerza pública hayan resultado lesionados; 727, agredidos con objeto contundente; 99, con arma cortopunzante, y 12, con arma de fuego, entre otros. Las manifestaciones sociales no pueden terminar en batallas campales o guerras civiles.
Vale la pena conocer, entonces, el origen de todos los sucesos desde la raíz. ¿Cómo se mueve Colombia actualmente para que se configure tanta inconformidad social? Asimismo, sería irresponsable no solo no plantear un panorama que ilustre los posibles escenarios futuros de la realidad nacional, sino dilatar la búsqueda de un punto de encuentro que medie entre lo que hoy los colombianos consideran protesta social con algún otro acto que, a diferencia de la manifestación social, no cabe dentro del derecho que tiene cualquier ciudadano colombiano a mostrar su inconformidad frente al Estado.
Históricamente, Colombia ha sido una nación cuya desigualdad e injusticia social han dejado huellas muy significativas. Por ejemplo, muchos derechos fundamentales no se cumplen en recodos distintos de nuestros territorios. Por eso sería mentira afirmar que todos los niños del departamento del Chocó tienen el mismo acceso a educación que los niños de una ciudad como Bogotá; por eso sería falso también enunciar, también, que la calidad de la atención en un puesto de salud municipal será la misma que en un hospital de alguna de las ciudades capitales. El gran problema de todo esto radica en que las poblaciones han sido mayormente descuidadas, y si solicitan algún tipo de ayuda, la respuesta casi siempre es la misma: un Estado que se ha perpetuado como no garante y algunas veces como garante a medias. Las soluciones nunca están a la altura de los conflictos zonales.
“Después de que me vaya, nadie podrá representarme completamente. Pero un poco de mí vivirá en muchos de ustedes. Si cada uno antepone la causa a sus intereses, en gran medida, el vacío se llenará”
—Mahatma Gandhi.
Y cuando intenta solucionarse una problemática rural, sea cual sea, muchas veces se cae en el hoyo negro del favor y del clientelismo político, que logran desviar los pocos recursos que pretendían destinarse a subsanar el inconveniente. En caso tal de que se encuentre solución alguna, la mayoría de las veces aparece el fenómeno diabólico de la corrupción. Pero lo anterior no quiere decir que en el contexto de lo urbano no pase; por el contrario, ya es algo normalizado en la sociedad política colombiana. Nuestra nación se encuentra hoy tan convulsionada y ensangrentada precisamente por todos estos malos manejos, inequidades y desigualdades fomentadas por los gobernantes de turno.
Nada mejor que adentrarnos en el gobierno Duque para entender, entonces, lo que llamo la “guerra civil” que enfrenta hoy el país. Y no hay necesidad de arandelas. Si bien este gobierno ha sido un nefasto amante de la propaganda, cuyo mandatario es a tope oportunista e inexperto en gobierno, lo que tiene a los colombianos revolucionados (con razón, creo yo) desde hace un tiempo son dos sucesos puntuales: la ley de solidaridad sostenible (nada distinto a una reforma tributaria) y un caótico proyecto de reforma a la salud. El actual gobierno busca, pues, lo de siempre: continuar concentrando el capital y beneficiando el bolsillo de unos pocos que son quienes históricamente han tenido el poder económico, social y político nacional. Este privilegio de ciertas clases también viene de tiempo atrás, solo que hasta hace relativamente poco las generaciones que realmente buscamos una Colombia mejor procuramos el cambio.
La coyuntura actual de violencia nacional, considero yo, se da justamente porque hay distintas maneras de buscar el cambio. Hoy en día coexistimos quienes entendimos que la protesta a través de lo digital también cuenta y resuena y quienes creen más en la presencia en plena vía pública y en alterar de cierta manera el orden público —algo que también cuenta dentro del derecho a la protesta, eximido de actos que atenten contra la integridad física y moral de otros, contra el patrimonio o bien público—. El gran conflicto surge cuando la que quiso ser una manifestación social se convierte en vandalismo, y es en ese momento que deben intervenir las fuerzas del Estado para garantizar seguridad y bienestar en la nación.
Sin embargo, el meollo del asunto colombiano es que tenemos unas Fuerzas Militares y Policía que no diferencian el derecho legítimo a la protesta de lo que realmente es vandalismo, y si lo distinguen, le restan importancia a dicha diferenciación. La tensión se mantiene por cuenta de un pueblo que se ha visto históricamente vulnerado por sus gobiernos, y la mayoría de las veces que se busca la protesta pacífica como mecanismo de resolución, la ciudadanía se topa con una serie de violaciones a los derechos humanos por parte de su misma fuerza pública. ¡Situación dolorosa la de mi nación!; solo queda esperar que cambie para no acabar con el país.
Colombia: la tierra del olvido