Por Ana María Betancourt Ovalle // Fotoperiodismo
Los pescadores del sur de Santa Marta salen sincronizados con el sol y tratan de difundir su legado entre las nuevas generaciones. Con atuendos inesperados y botes más modernos, se actualiza el oficio de la pesca en una región anquilosada en la desigualdad de antaño.
Tanto las 5:00 a. m. como las 5:00 p. m. son las horas de la canoa y la atarraya a las afueras de Santa Marta. Los pescadores eligen esta hora para escapar del calor abrasador y ardiente del día en la costa Caribe, en lo que es es casi una decisión de autocuidado debido a las posibles insolaciones o fuertes quemaduras en la piel.
Los pescadores samarios reman 100 metros de distancia marítima y lanzan sus atarrayas, que pueden tener un alcance de 300 metros más. En sus días buenos, pueden terminar recopilando cuatro o cinco canastas de plástico repletas de bocachicos, sardinas y sierras, entre otros tipos de pescados muy demandados en los paladares de la zona. Cuando no tienen tanta suerte, llenan menos de media canasta y reman de regreso a la playa. Este es un oficio de la espera y la sensibilidad: el pescador tiene que estar muy atento a cualquier movimiento en su red y dispuesto a esperar o repetir varias veces su ejercicio con la atarraya hasta conseguir las cantidades que está buscando.
El recorrido finaliza con que varios pescadores empujan la canoa para que quede bien anclada en la arena y la marea no se la lleve. Luego extienden sus grandes redes entre palos para que se sequen. Muchos pescadores incluso dedican el tiempo que queda entre las horas de pesca para revisar que las redes estén en perfectas condiciones. Al llegar a la playa, los pescadores les venden estos pescados recientes a los transeúntes que así lo quieran; también se dirigen a ciertas pescaderías en el centro de Santa Marta o a los acuarios municipales que compran estos pescados para alimentar a sus animales.
La canoa de cada pescador está individualizada, pues lleva el nombre de él o de alguno de sus seres queridos. Muchas veces la canoa lleva el nombre de las mujeres de la familia del pescador. Es como si la pesca cargara con una connotación matriarcal.
El Draga, un pescador y padre de familia samario, tiene su canoa marcada con su nombre, y la deja anclada todos los días en la playa antes de llegar al Rodadero, hacia el sur de Santa Marta. Este pescador recibió todos los aprendizajes del oficio como legado de su papá, y así lo enseña a sus hijos. El hijo mayor de El Draga tiene 23 años y ya domina el oficio perfectamente: él sale en muchas ocasiones a pescar con su papá y logra conseguir grandes cantidades de pescado. Por su parte, el hijo del medio, de 17 años, todavía es un aprendiz del oficio, y su papá se esmera en enseñarle las técnicas necesarias para ir mejorando.
Mi viaje boreal a Islandia
Durante algunas de las horas que no está pescando, El Draga cuida a una perra callejera que está en la playa, justo por la zona donde él suele dejar su canoa. Pese a que no es su dueño, la ha acompañado en varios partos que ha tenido en los últimos años y le cedió una canoa vieja para que le sirviera de resguardo ante el calor y las brisas cargadas de arena de la playa. La canoa está puesta boca abajo y todos los días él cava un hueco en el suelo para que la perra pueda entrar y resguardarse, pues en muchas ocasiones la arena comienza a tapar la entrada.
La vida de los pescadores de esta zona está pautada por fuertes contrastes. Si caminamos más hacia el sur, comprobaremos cómo los caseríos de los pescadores están junto a algunos condominios lujosos de grandes torres blancas y hoteles de mucho prestigio, como el Irotama o el Zuana. Mientras las casas de los pescadores funcionan de manera abierta —con la mesa del comedor baja unas palmas y hamacas frente al mar—, las grandes torres de los condominios tienen apartamentos con aire acondicionado, cocinas modernas y zonas comunes, cuyas piscinas de baldosas azules vibrantes sirven de restaurantes donde sirven piñas coladas con sombrillitas y ceviches de camarón en copas de vidrio. Este lugar parece ser una síntesis de las brechas sociales de Colombia.
A su vez, los pescadores se enfrentan al contraste de sus canoas de madera, donde caben máximo seis personas, y los grandes buques de carga que —cargando petróleo, carbón y otras mercancías— aguardan en altamar el permiso de desembarcar en el puerto. Los pescadores de la canoa llamada Corvina comparten el espacio marítimo con estos grandes buques. Su lancha es mucho más tecnificada que la de algunos otros pescadores que deben remar, pues tiene instalado un motor en la parte posterior. La zona de donde ellos salen es de un metro de profundidad, tan panda que, cuando regresan, se bajan de la lancha en medio del mar, apagan su motor y comienzan a moverla en el agua hasta que llegan a la orilla.
Uno de los pescadores de la Corvina se sale de los imaginarios de vestuario que debe tener un pescador y utiliza un estilo más urbano, con gorra, chaqueta y aretes. Con pescadores como él, el oficio se reactualiza y se adapta a las nuevas generaciones, sus estilos e intereses.
La pesca ya no es solamente ese oficio que se hace en una balsa de madera, ese que requiere de saberes ancestrales y solo es hecho por y para hombres alejados del acontecer citadino. Estos pescadores son la evidencia de cómo se desarrolla este oficio y de sus constantes transformaciones a través del tiempo.
Más de fotoperiodismo