[Fotoperiodismo] Limitaciones sin límites

En este fotorreportaje, María Camila Triana retrata a Álvaro Castillo, un vidriero que por el azar de la vida perdió una de sus herramientas más valiosas de trabajo: la mano derecha. Sin embargo, a pesar de la dificultad que esta pérdida supuso, continúo haciendo lo que más le gusta: moldear vidrios.

FOTO: Tomada por María Camila Triana.

El 20 de octubre de 1943 en San Gil, Santander, nació Álvaro Castillo Arenas. Desde muy joven, a sus 19 años, se radicó en un pequeño pueblo del Huila llamado Garzón. Como toda historia de vida tiene sus altibajos, y yo soy fiel partidaria de que nuestros abuelos merecen que relatemos sus historias.

Cuando llegó a Garzón fundó la vidrieria “Vidrios Castillo”. La gente del pueblo lo buscaba para que realizara los cuadros, enmarcará los diplomas y las fotografías e instalará los vidrios de la mayoría de las casas de Garzón. Muchos dicen que no tenía competencia alguna. Todos aquellos que se les dañaba o querían enmarcar algo recomendaban al señor Álvaro. “Vaya, vaya a la calle octava, ahí está la vidrieria”, decían.

Al negocio le iba tan bien, que a sus hijos después de clase les enseñaba en su almacén todo el arte de la marquetería y vidriería, a enmarcar toda clase de fotos, láminas decorativas o retratos en vidrio, madera o aluminio. También a cortar el vidrio en diferentes formas para las ventanas, puertas de las casas y comedores; también a pulirlos para que perdieran su corte filoso. Además, realizaba los parabrisas para los carros, los espejos retrovisores para las motos y espejos de salones de belleza. No se detenía por seguir haciendo lo que más le gustaba.

FOTO: Tomada por María Camila Triana.

Sin embargo, un día fatídico, a la edad de 34 años, uno de los vidrios que cortaba le cayó en su brazo derecho. Luego de días en el hospital, salió sin su mano derecha y para su desgracia no estaba sanando bien, pues su herida género muerte de los tejidos y una infección que se produjo por la falta de riego sanguíneo. Ahora, no tiene más que un pequeño extremo de su brazo derecho.

Siempre que me cuenta esa historia se le llenan los ojos de lágrimas y me repite que fue muy duro empezar a usar su brazo izquierdo para todo. Empezó como un niño a escribir, ponerse la ropa, lavarse los dientes, arreglarse el cabello y, lo peor, seguir al frente de su vidrieria. Hoy mi abuelo tiene 76 años y aprendió lo que tan difícil le fue, pero hay algo que le produjo aún más dolor: la quiebra de su negocio. Nuevas vidrierías se instauraron en el pueblo, su nombre dejó de ser reconocido. Después de tenerlo todo, aún me pregunto ¿Qué sería de mi abuelo si no hubiera perdido su brazo?

Desde que tengo memoria, he visto cómo mi abuelo ha dado cualquier cosa de lo que él tenga para ayudar a los demás, cuando era un hombre adinerado siempre le vi compartir comida, trago, o dinero; la gente decía que era muy generoso y ahora que lo miro sigue siendo el mismo. Mi abuelo no podrá tener lo que tenía antes, pero si tiene un pedazo de pan lo da, siempre ha pensado más en los demás que en él.

Desde que lo conozco, todos los días saca de su bolsillo dos mil pesos para comprar el chance, todos los días espera ganarse un poco de plata. La familia pensaba que eso era de algunos días, pero lleva toda la vida esperando ganarse el baloto. Siempre le he dicho que si hubiera ahorrado esos dos mil pesos diarios al día de hoy ya sería rico, y él lo único que me dice es: “mi negrita uno nunca debe perder la esperanza”.

Al perder su vidrieria no quiso quedarse quieto, en la terraza de su casa puso su propia vidriería, tiene toda su maquinaría. Sigue vendiendo aunque poco. Cada vez que hace un cuadro se le nota la felicidad; sabe manejar la sierra para cortar la moldura, el martillo, la lija, las puntillas, la pulidora, el compresor, el taladro, las brochas para pintar y el serrucho como si nunca hubiera perdido su brazo.

Él tal vez no sepa lo mucho que le admiro, pero siempre he tratado de regalarle todo el amor y de hacerle saber que quiero que me acompañe en todas las etapas de mi vida. Aunque vivimos lejos, cada vez que lo vuelvo a ver no puedo esperar para oírle gritarme “mi negrita hermosa” y yo para llenarlo de besos hasta que de repente con su ‘ñocho de oro’, como él suele decir, me pegue en el hombro.

FOTO: Tomada por María Camila Triana.

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