Por Camilo Arenales // Fotoperiodismo
En la vía a Rionegro (Santander), los amantes de la naturaleza y la pesca pueden disfrutar del Club y Hotel Campestre El Portal. Directo Bogotá indagó sobre cómo detrás del verde y la aparente diversión, funcionan criaderos de peces insalubres y, sobre todo, inadecuados para los animales.
En el kilómetro 24 de la vía al mar, aparece una promesa verde y llamativa: un lugar llamado El Portal, Paraíso Natural. En el lago central de este club, varios entusiastas de la pesca se reúnen con cañas o anzuelos de mano a la espera de pescar su almuerzo. Para hacerlo, compran un bote de carnada que cuesta dos mil pesos, y se sientan por varias horas con el compromiso de que todo pez atrapado debe pagarse. Si tienen suerte, con dos mil pesos de carnada se puede comer bien.
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Pasadas las 11 de la mañana, el lago se llena de familias, grupos de amigos, niños correteando por la orilla y parejas; todos esperan que algo pique el anzuelo. Lo que ellos no saben es que los domingos, pasado el mediodía, un camión llega con varios baldes de peces pequeños, cachamas en su mayoría, para reponer los animales perdidos durante la semana, a la expectativa de engordarlos y así mismo prepararlos como alimento de nuevos visitantes.
Sin embargo, no todos los peces destinados al criadero consiguen sobrevivir al hábitat del lago. Una vez vaciados los baldes, el ecosistema, antes poblado por patos variopintos, ve flotar algunos peces en estados graves de hidropesía: una enfermedad que afecta a los animales de acuacultivos. Entonces, algunos de sus tejidos se llenan de líquido por diversas razones; hinchados, los peces quedan boca arriba, y, sin poder nadar con facilidad, lanzan bocanadas desesperadas por intentar llegar a lo profundo del agua.
El lago, que sirve de divertimento para los entusiastas, expulsa, pues, peces flotantes que no se pescan, animales en estado terminal que sufren las consecuencias de un cultivo descuidado. De ahí que los encargados de rellenar las aguas con la nueva generación de cachamas localicen y segreguen a estos animales moribundos para tirarlos a la orilla o devolverlos a los baldes según un criterio dudoso que pareciera reducirse a lo que les sea más cómodo.
Asfixiados y putrefactos, muriendo en la orilla, estas criaturas invitan a este destino natural a los carroñeros del cielo. Formados en fila, los gallinazos no vacilan frente a las enfermedades del cadáver: simplemente ponen sus patas sobre él y, a punta de picotazos, desgarran su carne. Mientras tanto, en la orilla, los pescadores aficionados ignoran ingenuamente este hecho, esperando por un pez que sea digno de ser llamado almuerzo.
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