Por Loren Buitrago
Para muchos de sus habitantes, un mal paso puede significar una sentencia de muerte. Sus fronteras invisibles, inscritas secretamente sobre sus calles, solo las conocen quienes habitan este barrio de Bogotá que es el mejor mirador de la ciudad. Directo Bogotá se adentró en sus calles con un grupo de jóvenes que dejaron de robar para convertirse en guías turísticos.
“Mi barrio tiene cuatro fronteras. ¿Sí ves esa pared con rayitas rojas? ahí había una muralla en piedra donde se la pasaba un chico de 12 años con un balón de fútbol mirando y nos avisaba si venía el enemigo ―con la mano hace una pistola― los tombos―. Su mano pasa por su cuello simulando un corte: “o alguien así como tú ― junta las yemas de los dedos y los frota entre si― es decir, el billete ―.
El que habla es Monkey, quien desde que tiene uso de razón conoce las fronteras dentro del barrio donde vive desde que nació: el barrio Egipto. Para los habitantes de Egipto un mal paso puede significar tener una sentencia de muerte. “¡Trin!, usted cruza esa calle, el andén que no es, le dan y paila, muerto“.
La primera frontera se formó en los años 80, dividió el barrio entre la novena y la décima. En los años noventa, gracias al microtráfico, el barrió se dividió en cuatro. “Todo empezó por control de territorio para la venta de bazuco, marihuana y pepas. Ya luego se fueron sumando muertos y empezó a ser un asunto de venganza“.
En el norte, las paredes amarillas con detalles blancos de la iglesia de Egipto marcan el inicio del barrio, que se extiende hasta la calle 9 hacia el sur. La décima es una extensa colina que va desde la Avenida Circunvalar hasta el corazón del cerro capitalino. Arriba de la décima, colindando con la vía a Choachí, está El Parejo. Al sur, La Novena, y sobre La Novena, La Veintiuna. “Tú estás conmigo en La Décima, ya eres parte de mi banda, entonces vámonos, somos objetivo de pesca milagrosa“, dice Monkey.
El suelo es de piedra y cemento. Antes de empezar a subir se advierten los colores brillantes y alegres de las casas. Monkey describe las paredes y grafitis de su barrio como “algo muy suyo”. Es que en la décima, los grafitis cuentan historias. En la primera esquina del barrio se ve la raya de la que habló Monkey. Es de color rojo y está pintada unos dos metros del suelo en una pared que roza con la frontera de La Novena.
Al subir, una casa colonial de un piso resalta por las cadenas que protegen su puerta. En las paredes de la casa dos ciervos juntan sus cuernos formando una equis: “Nuestro primer gratifi es un venado. Deer, en inglés. Están acá porque eran fuente de alimento para nuestros antepasados, y porque representan el día y la noche. Acá los colores del cielo se ven una chimba“.
Es verdad. Egipto goza de la vista de cada rincón a Bogotá, de sur a norte. Está justo en el centro de la ciudad, en los cerros de La Candelaria. Desde la entrada del barrio se ve la Avenida Caracas y también la 26. Por su posición, los habitantes de Egipto sienten el sol a sus espaldas por la mañana y lo ven asomarse tras el cerro de Guadalupe. En las tardes pueden ver el atardecer, y Monkey me dice que a esa hora del día, a veces, la contaminación del aire no se nota tanto y pueden ver “el cielo perfecto”. Después del grafiti de los venados comienza La Novena, así que no podemos poner el pie después del andén.
Antes de ser una vivienda familia, la casa de los venados fue velatorio y chichería. Durante los ochenta y noventa los niños que morían en enfrentamientos con bandas de otras fronteras eran velados en su interior. Niños, porque la expectativa de vida era de 14 años. “Aquí velé yo a hermanos y tíos ―dice Monkey―. Nos tocaba echarle formol nosotros para que no se pudrieran“. A comienzos del siglo XXI, las puertas de la casa -dos tablones que se abren hacia adentro- dejaron de exhibir cadáveres en su interior y empezaron a liberar el olor del maíz fermentado: “Mis abuelos venían acá a tomar y yo venía a pedirles monedas. Todavía hacen chicha pero ya no la venden acá sino en la media torta“.
Continuamos subiendo la inclinada calle décima y las paredes siguen narrando. Hay un mural con un copetón, un pequeño pájaro color marrón que, huyendo del ruido de la ciudad, sube a los árboles de Egipto a cantar. Al lado del ave hay un mural de dos mujeres de largo que sostienen una flor. En medio de ellas está escrito el nombre Cleopatra. Según Monkey: “Este grafiti representa a las chicas que en ese entonces tenían 15 o 16 años. Ellas a esa edad ya tenían dos hijos y al marido se lo mataban en la guerra o iba preso. Entonces les tocaba a las chicas ser guerreras, empuñar un arma y subir a la carretera a robar a los carros para darle de comer a los hijos, pagar arriendo y no tener que vender el cuerpo“.
Dos cuadras arriba la Avenida Circunvalar se encuentra “el fortín”, una vivienda familiar que antes funcionaba como cuartel de “La Diezma”, como solía llamarse la pandilla de La Décima antes de dejar las armas en 2016. Ese año Calabazo, líder del grupo, los convenció de tomar un nuevo rumbo: intercambiaron la violencia y el conflicto por cursos de inglés, artesanías y tours. “Antes robábamos gringos, ahora los paseamos por el barrio“, cuenta Monkey.
El fortín es una casa de dos pisos de ladrillos oscuros con varias ventanas pequeñas de marco blanco, La puerta, también de color blanco, divide el primer piso en dos. Queda en el centro de la décima, y bifurca la calle en forma de “V”. A la izquierda deja un callejón con suelo de tierra que conduce al bosque; a la derecha continúa el camino de rocas por el que subimos. La puerta del fortín queda a medio metro del suelo, tres escalones conducen a ella.
Rodillo, porque el grafiti caracteriza a La Décima; una diana, porque las balas eran caras y debían apuntar con precisión; un micrófono, porque les gusta improvisar; cerveza, porque, en palabras de Monkey: “si estamos tristes tomamos cerveza, si llueve, cerveza, si hace frío, cerveza, si hace calor, cerveza“. El rayo, representa al líder, uno del que Monkey no me dice el nombre, pero que tampoco es Calabazo.
“Cuando yo tenía como diez añitos ―explica Monkey ―, acá venía al jefe de la banda de nosotros, se parchaba acá con la novia y venía con oro acá, el fajo de billetes, a veces dólares porque robaban a los gringos y una pistolota y nosotros ush que chimba, yo quiero ser como él. Él preguntaba qué como está eso por ahí socio, que no no he visto nada, ya ahí uno empezó como campana también“.
Continúa: fútbol, en honor al campanero; Fuego, por los disparos; La mano con el índice y el anular arriba representa al diablo. “Ese anduvo mucho por acá. La mano de muertos y droga que hubo, aquí está la representación de este man“. El siguiente dibujo es de dos huesos formando una equis. “Estas son las cuatro fronteras, décima novena y veintiuna, eso quiere decir: no suba sin acompañante. No falta que esté por ahí alguien que no haga tours y tin, si baja alguien, lo roba. Si viene la policía y pregunta, nada, no sé. Yo no puedo ser sapo, que no se metan con mi gente“, dice Monkey.
Sigue el cuchillo y Monkey lo señala: “Cuchillo, Knife, en inglés. Porque lo cargábamos para defendernos. Sigue el gato, porque uno en la noche, con un rifle o una metralleta y veía a alguien… usted debía tener la vista muy aguda, no vaya a ser que le dispare al que no era“. Sigue la chicha, porque les gusta tomar chicha; la radio, porque les gusta escuchar música e improvisar; el wifi, porque lo obtuvieron hace unos años y con él han podido estudiar. Aunque Monkey me mira y dice “bueno, y quién no ha robado Wifi“: . El último dibujo es un tacón, para representar a las mujeres de La Décima.
Las paredes del fortín también hablan, aunque la única que la pintura que las cubre es el vestigio de lo que alguna vez fue un mural, los ladrillos oscuros aún conservan los agujeros de bala que dejaron los enfrentamientos. Son cientos, incontables. Aunque para Monkey, varios de esos agujeros tienen nombre y apellido.
“Yo vi morir a mis socios aquí. Estábamos escuchando It’s My Life (de Bon Jovi) y “pra pra”, le dieron a mis socios. A mí me dispararon en el brazo, me lo rompió, ahora tengo una varilla. No te digo el nombre de ellos por respeto, pero, ¿si ves acá? ¿qué dice ahí?“. Monkey señala uno de los ladrillos del fortín. En él están escritos varios nombres en tinta de esfero.
―Dice Rolando ―le respondo.
― Él era mi hermano ―suspira― me lo mataron aquí, quedó extendido en las escaleras ―.
Después de un pequeño silencio, Monkey señala la pared detrás de mí. En ella hay un mural de los reyes magos. “Nuestra fiesta favorita, Melchor, Gaspar y Baltasar. Antes eran malgastar, robar y matar ―Monkey se ríe por unos segundos y niega con la cabeza ―pero ya no, tranquila“.
Los reyes magos son la segunda línea de frontera con La Novena. Aún nos queda una cuadra de piso de piedra y paredes con murales, después, la tierra y el pasto forman un camino hacia el bosque.
Monkey intenta señalarme la frontera sin acercarse mucho, para que yo también lo tenga en cuenta y no lo cruce. Él límite para los habitantes de La Décima no es el cielo, es el andén.