Germán Danilo González Carvajal
En plena Feria de Cali, mientras Germán González se movía al paso de Un verano en Nueva York, su pareja en la pista lo llevó a repensarse lo que había escuchado toda su vida: la salsa. Una crónica llena de humor y reflexión entorno al machismo en el baile salsero.
Movía las caderas al son de las congas de El Gran Combo de Puerto Rico. Se contoneaba. Agarraba su cabello. Lo dejaba caer por sus brazos alzados sobre sus hombros. Tocaba una clave 3:2 con las palmas. Estaba preciosa. Sentía la salsa en cada hueso, cada movimiento.
“Ve ¿te vas a quedar viéndola?. Sácala a bailar pues, panita, que esto es Cali”, dijo mi primo. Me puse de pie. La orquesta empezó a tocar Un verano en Nueva York. “Con esta perdió, en el solo de timbal la sorprendo, me acerco y zas…”, pensé mientras caminaba hacia ella. “¿Bailas?”, pregunté. Soltó la carcajada, se acomodó su cabello negro, sonrió y aceptó la propuesta. Aún pienso que con solo una palabra se me notó lo rolo a leguas.
Hice mi mayor esfuerzo. Parecía sorprendida de ver a un capitalino no tan torpe con el ritmo. Un paso aquí, otro allá. Adelante, atrás. Para un lado, para el otro. Vuelta que yo paso por acá, ven tú por este lado. Yo estaba de visitante, pero todo iba como quería. Estaba en mi juego, mi arena, mi campo, mi ruedo. Gol de visitante vale por dos.
Tucu pra tu pra pra: empezó el solo de timbal. Comencé a azotar baldosa mientras un par de gotitas escurrían por mis sienes. No miraba mis pies, no quería parecer inexperto. Ella sonreía y seguía el paso sumisa, dócil, tal como yo quería. Se avecinaba el acabose.
Justi Barreto me dijo / un verano en Nueva York / allí se goza mejor /… un verano en Nueva York / te vas a la fiesta de San Juan.
Si te gusta la música: Del bandoneón a su primo el acordeón, pasando por el golpe del bongó
Quería estar más cerca. Le di una vuelta para disimular lo que estaba por venir. No me dio tiempo ni de pasar los brazos por su cintura. Ella se había soltado. Comenzó a hacer esos pasos de salsa caleña que solo un oriundo puede hacer.
Estaba bailando sola, pero a la vez conmigo en frente; yo estaba perplejo y disimulando con un pasito de quinceañero. Ya no se estaba dejando dirigir el baile. “Ahora me toca a mí llevarte a ti…”, dijo sonriendo mientras bailaba, “agárrame de la cintura, rolito”, agregó. Ella estaba llevando la batuta. Me sentí como un idiota. Se acababa el concierto y yo estaba ahí, dejándome llevar, como se supone que no debería ser.
El remate fue en casa de Pepe y ella decidió acompañarnos. Era de madrugada, destaparon una botella de ron y colocaron un bolero montuno. Comenzamos a hablar. La tertulia me llevó a descubrir algo que para mí antes era natural. Lo había normalizado. Ella tenía razón: la salsa es machista. Al principio me costó admitirlo.
Me comporté como el típico macho que la había invitado a bailar horas antes. Hice todo por justificar esa música con la que me habían criado en casa. Llevé el cigarrillo a mi boca y aspiré. “Pero es que yo no soy así…”, dije mientras soltaba una bocanada de humo. Me miró como quien dice “pobre niño tonto, no entiende nada”. Me iba sacar tarjeta roja.
Ahora comprendo que me escudé en mi caso personal, pretendía ignorar una realidad que impregnaba hasta mi música de preferencia. Fui un necio. Defendía lo indefendible. Hablamos de todo un poco. Me contó que había estado un año de intercambio en Praga, República Checa. Durante su estadía en el país europeo tomó clases de salsa con un instructor mexicano.
No quería perder el ritmo de una caleña salsera que disfrutaba bailar al menos un par de veces al mes. A su profesor, Alfredo Jiménez, le costó enseñar a bailar a las mujeres checas. “Estando allá me di cuenta que uno siendo latina está acostumbrada a dejarse mandar en el baile”, dijo mientras movía sus brazos simulando danzar. “Las checas no aprenden fácilmente a bailar porque no admiten que un hombre las mande”, agregó como quien dice una obviedad.
Tenía razón, ella tenía razón. En el baile salsero el hombre es el director y la mujer, una actriz. Pensé también en el montón de vinilos y discos compactos que coleccionamos con papá. Especialmente uno que se titula 14 cañonazos bailables, una compilación de las canciones para enfiestarse en fin de año.
Este año lanzarán la edición número 58 de la entrega. No ha existido una que no incluya en su portada una mujer semidesnuda. “Esos cañonazos me tienen cansada”, comentó cuando le conté de mi colección. No me pareció exagerado. Más de uno se interesará en comprar el disco motivado únicamente por una portada que lo deleita sexualmente.
La industria musical salsera también es discriminatoria con las mujeres. Ni la difusión ni el posicionamiento de mujeres intérpretes es comparable con figuras masculinas. “Quizá han logrado surgir algunas como Celia, Omara, La India, La Lupe, o Choco Orta”, dijo mientras contaba con los dedos de sus manos. Continué reflexionando. No hay mujer que cante salsa que no haya sido comparada alguna vez con la guarachera de Cuba.
Suficiente con eso para saber las pocas mujeres que producen, componen e interpretan salsa y alcanzan el éxito comercial. Hablamos hasta que llegó el alba mientras tomábamos cerveza. Ya era hora de dormir. Nos esperaba el último día de la feria y yo ya estaba en jaque.
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