Se calla


Si algo caracteriza a esta mujer es lo intempestiva, la firmeza con la que se para y las tres arrugas que se le hacen en la frente de forma natural. Estoy seguro, su ceño anda fruncido por si se presenta una eventualidad, es casi un reflejo de defensa/.

FOTO: La mamá. De Edwin Caceres.

Tiene un oído agudo, puede escuchar los susurros de alguien en el primer piso de una casa de tres plantas. Mide 1.65 y es robusta. Gorda no, robusta, maciza. Puedo decir sin miedo a equivocarme, que esa contextura le permite tener la firmeza para pegar los gritos fulminantes, agudos e impositivos que la caracterizan cuando se enoja.

— Las cosas hay que decírselas a las personas así no les guste. Yo sí no me quedo callada. No le tengo miedo a nadie. Si toca, se lo grito en la cara.

No cabe duda, cada vez que necesita decir algo, es la persona más imprudente que conozco. Lo grita sin más. “¡Oiga, vaya lávese esa boca que le huele asqueroso! ¡Amor, debería bajar de peso, ya está muy gordo, horrible!”

Gritar. Vaya signo de dictadura ¿No? o ¿Prefieren que lo llamemos: un buen uso de la retórica con ciertas subidas del volumen en un momento específico para acentuar la idea?

Quizás me quejo mucho. Esa mujer es mi madre. Que no quepa duda, la amo. Pero mi amor no es romántico, es muy real. Tanto, que reconozco cuando puedo ser un malnacido contestón y ella una despiadada, oportunista, mentirosa. Dictadora.

Escena: Cocina de no más de tres metros de largo por dos de ancho y, justo en frente, una puerta que da a la habitación principal, donde duerme la mujer. El joven de 20 años entra a calentar algo para comer. La mujer se despierta.

— (Refunfuña) Eh, ¿pero qué?

— Necesito terminar unos trabajos.

— ¿No tuvo tiempo en todo el día?

— Es en grupo y las personas con las que estoy no han podido conectarse a otra hora.

— Sí, claro. Pues no me importa. Se calla.

— Pero tengo que hacerlo.

— Pues lo hace mañana.

— Es para mañana.

— No sé, pero se calla o se va para la calle. Tengo que dormir.

— Pues duerma y no preste atención.

— Ya le dije que se calla. A parte, viene a esta hora y empieza a joder. ¿Por qué no tragó más temprano?

— Porque estuve ocupado haciendo más trabajos.

— Sí, claro. Pues a la próxima, cierro la puerta y se queda sin tragar.

— Pues salto el muro.

—Vamos a ver. Y sígame contestando y le reviento esa jeta. Ya no se les puede decir nada. Son las 10 de la noche y él joda que joda con la hijueputa loza. Uno tiene que trasnocharse por su culpa. Si no le gusta, váyase. Esta es mi casa. Después de las ocho de la noche usted debe callarse y dormir. Respete.

— No estoy irrespetando a nadie. Simplemente estoy hablando, haciendo lo que debo.

— Cállese más bien.

En ese momento tuerzo los ojos, le doy la razón con un silencio profundo, respiro, tiemblo y bajo con la comida.

Definitivamente, me las doy de muy anarquista, pero vivo en una tiranía, la de mi mamá y su casa. Aquí las razones no valen, el silencio sí.

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