Sobre la polarización y otras mentiras en las elecciones presidenciales


Con los resultados del plebiscito en 2016, un temor colectivo parecía ser lo único que congregaba al país: la polarización. Desde entonces, analistas, políticos y medios de comunicación se encargaron de replicar una y otra vez el discurso, asegurando que el país estaba más fragmentado que nunca, que los resultados eran “históricos” y que teníamos que encontrar una salida para vencer este mal incipiente.

Candidatos presidenciales // Fotos CC intervenidas por DB

Con el paso de lo meses, y la disputa electoral pisando los talones, los candidatos presidenciales también se apegaron al discurso que se volvió caballito de guerra en la contienda política, obviamente, cada uno acomodándolo a su favor. Se replicó tanto que el curso de las elecciones quedó sentenciado desde comienzo de año: Duque o Petro. Es, una vez más, el fantasma de la polarización causando estragos, que no le deja alternativa al país, lo condena a estar jodido y dividido.

Pero, ¿qué es la polarización? y ¿por qué de repente nos asusta tanto?

Para empezar, analicemos el famoso término. La polarización, tomada de la electromagnética, refiere a un campo con dos polos opuestos. En el caso de polarización política, se habla entonces de una opinión pública dividida y contraria respecto a un mismo tema, dos presupuestos o puntos de vista incompatibles, contradictorios y excluyentes, regidos por actos que no concuerdan.

La polarizada historia del país

En el país se volvió popular aquella cita que le atribuyen a Napoleón, que nadie sabe realmente de donde salió y que se apropiaron los libretistas de narconovelas para justificar su trabajo amarillista: “Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Primera mentira. La historia, aunque permite comprender el devenir de una sociedad, no advierte nunca sobre los tropiezos del futuro que es naturalmente imprevisible y la polarización en el país es muestra de ello.

La nación colombiana se cimentó junto a una supuesta rivalidad histórica entre Bolívar y Santander y, posteriormente, entre el centralismo y el federalismo. Aunque es cierto que estas dos formas de gobierno se enfrentaron desde finales del siglo XVIII, no se personifican solo en estos dos actores que, de hecho, saltaron constantemente entre una y otra.

Sin embargo, quedó constituido en los libros tradicionales de historia este discurso del bueno y el malo, de los enemigos a muerte, muy gringo, por cierto. Un discurso, al parecer, mucho más atractivo y comprensible para las masas que el de un terreno complejo donde las ideas que llegan del exterior con insolvencias y a medida que se intentan aplicar van cambiando en la práctica.

Posteriormente, en el siglo XIX, la polarización se tomó las riendas del país y ya no solo en discurso, sino con dos bandos enfrentados, cada uno con proyectos incompatibles. Liberales y conservadores llevaron las ideas al terreno militar y encarnaron fuertes guerras civiles en torno al federalismo, al centralismo, al papel de la iglesia y a los derechos del individuo.

Aunque la Guerra de los Mil Días precisó un largo proceso de compromisos entre liberales y conservadores, allí se hizo efectiva la polarización, dos extremos que abarcaban gran parte de la sociedad y que se consolidaron como grandes opuestos.

En los años 30, la polarización rápidamente vuelve a cobrar fuerza cuando los liberales llegan al poder y promovieron reformas —poco radicales a decir verdad— en torno a la educación, la familia, la religión, la tierra y los derechos de la mujer. Una vez más, el conflicto entre los dos bandos se tomó las armas. Decía incluso Alfonso López Pumarejo que aquellos días eran invitaciones permanentes a la muerte.

En historia más reciente, de final del siglo XX y comienzo del XXI, creo que los lectores están de acuerdo en que la polarización no termina. Aunque la batalla entre partidos deja de ser la preocupación principal, la figura de las guerrillas y posteriormente del narcotráfico, continúa evidenciando una sociedad no solo golpeada sino fragmentada entre una izquierda que se asocia con la revolución armada y una derecha que se compromete a acabar el conflicto, también con armas.

Finalmente, con el proceso de paz, la polarización —que nunca dejó de existir— se puso de cara a la sociedad. Aunque la presunción de alcanzar “la paz” ya era de por sí inalcanzable, se entiende que el símbolo hacía referencia a la forma de proceder ante las Farc: mediante enfrentamiento o mediante un pacto.

Entonces, supuestamente, toda la opinión pública quería lo mismo, todos querían la paz, unos sí y otros sí, pero no así. Segunda mentira. Nadie desconoce que el proceso estuvo rodeado de quimeras y falsedades. Aunque el acuerdo final se hizo público, era extenso e incomprensible para la mayoría de la población. Al final, por no desenredar la maraña que implicaba el proceso; las dos partes que se disputaban desde arriba optaron por ponerle cara al plebiscito: Uribe o Santos. Y, además, llevar a cabo un plebiscito netamente polarizador: Si o No.

De modo que sí, la polarización se hizo efectiva, pero no porque naturalmente dentro de la opinión pública existieran dos polos con presunciones distintas sobre la paz, sino porque los contrincantes políticos encontraron en este discurso una fórmula invencible para persuadir al pueblo: es él o soy yo. Blanco o negro, nunca algo intermedio. Una ratificación a la vez del discurso del miedo donde uno ataca sin medida al otro, donde necesariamente uno es bueno y otro es malo: una perspectiva guerrerista.

La riqueza de la polarización

Sin duda, quién tenía clara esta fórmula desde hace tiempo era Álvaro Uribe. Un fenómeno muy complejo que seguro en el futuro seguirá dando de qué hablar. Desde su primera campaña a la presidencia en 2002, Uribe tuvo claro que la polarización ya no se situaba en los partidos tradicionales, ahora se enfrentaba a la violencia que, supuestamente, sólo generaban las guerrillas y se lanzó incluso con un partido independiente, la Asociación Primero Colombia, que manifestó buscar un “Estado Comunitario” trabajando en conjunto por derribar a las Farc.

Todos sabemos lo que pasó después, efectivamente los golpes y el debilitamiento de esta guerrilla se deben en buena medida a los ocho años de Uribe en el poder, a costa de muchas vidas, por supuesto. Cada vez estableció más la idea de “Uribe contra las Farc”, “Uribe el salvador”, “el bueno contra los malos”. Y su discurso polarizador funcionó a la perfección, gran parte de la sociedad aceptó su figura como una idea de orden entre un país caótico.

Si bien es el primero en golpear a una guerrilla, es también el origen de muchos conflictos y atropellos de derechos que quedaron más bien en la penumbra. Entonces, esta multitudinaria acogida al discurso polarizador de Uribe es un perfecto reflejo de los verdaderos valores y anhelos de una sociedad que prioriza “el orden” —reducido a derrotar la guerrilla— sobre otras cuestiones sociales, ambientales y de derechos humanos.

La polarización en las elecciones

Ahora, ante las elecciones presidenciales del 2018 el tema de la polarización parece a primera vista ser lo mismo: Uribe vs. El que no es Uribe y es más bien su opuesto, es decir, Chávez… lo que se traduce en Duque vs. Petro.

Pero la cuestión no es tan simple. El relato está mal contado porque, así parezca, Iván Duque no es el Álvaro Uribe del 2002 y Gustavo Petro no es Chávez. Aunque en términos ideológicos, son respectivamente la imagen más extrema de la derecha y la izquierda; recordemos que las ideologías políticas no pueden desligarse de su contexto histórico.

Es casi absurdo pensar que Duque igualará los resultados de Uribe en 2002 y 2006, arrasando en primera vuelta. También es irrisorio equipararlo con la victoria del No en el plebiscito que, como ya se dijo, estuvo rodeado más de incertidumbre que de convicción. Por más títere que sea Duque, es imposible que iguale la fuerza y el discurso de Uribe porque hoy el enemigo no es el mismo y el país tiene otros miedos e intereses. Incluso con un golpeado proceso de paz, las Farc dejan de posicionarse como una fuerza peligrosa y el mismo Duque lo ratificó aceptando que “ajustaría los acuerdos” cuando es conocido que dentro del uribismo hay una tendencia fuerte a “volverlos trizas”.

Entonces, la estrategia uribista consistió en buscar un nuevo enemigo polarizador y la respuesta estaba a la vuelta de la esquina: Venezuela. Y, mejor aún, representada en el candidato exguerrillero del M-19: Gustavo Petro.

Pero, aunque Petro mantenga un discurso populista y sea la imagen perfecta de un mandatario testarudo, está también lejos de ser un Chávez. Principalmente, porque no tiene el suficiente apoyo dentro del estado —con solo 4 curules de su partido—, ni social porque el país es mayormente de derecha, ni militar, ni económico porque tendría que negociar con los grandes grupos empresariales.

Igualmente, para llevar a cabo la famosa y temida política de los latifundios improductivos, Petro tendría que lanzar un proyecto de ley que, por supuesto, no sería bien recibido dentro del Senado, donde se encuentran los grandes latifundistas del país. De modo que, no sólo son limitadas las posibilidades de que Petro llegue a la Presidencia, sino que son limitadas sus posibilidades de gobernar como quisiera ya siendo presidente.

Por otro lado, los del centro, Fajardo y De la Calle, también han tomado partido en el discurso asegurando que van a acabar con la polarización, que no tiene por qué ser una sentencia entre un extremo y otro. Sin embargo, a estas alturas, el discurso de la polarización —aún con sus incoherencias— ha calado tanto que es difícil persuadir a la sociedad común de lo contrario. Esperemos al menos que estos “votos con miedo” evidentes en las encuestas, no sean tan definitivos como en el plebiscito y que ojalá para segunda vuelta el país no se vea como siempre atrapado entre la espada y la pared.

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