Texto por: Miguel Ángel Ávila Beltrán // Opinión
El ámbito periodístico colombiano se ha vuelto a ver afectado por los aparentes casos de censura contra periodistas de la RTVC. La reciente imputación de cargos en contra de Diana Marcela Díaz por parte de la Fiscalía General de la Nación suscita una reflexión vehemente y necesaria sobre la libertad de los medios de comunicación en Colombia.
¡CENSURA! ¡Sí, en mayúsculas y con signos de exclamación! La verdad no existe una palabra más apropiada para describir la situación que vive hoy la periodista Diana Marcela Díaz Soto, de la Radio Televisión Nacional de Colombia (RTVC). Una inmerecida imputación de cargos en su contra por parte de la Fiscalía demuestra lo que, sin lugar a dudas, fue un acto de CENSURA. Al parecer, sacar a la luz las injusticias de las que son víctimas algunos en este país puede acarrear problemas judiciales. Desaprobar la difusión pública de las irregularidades de un medio y sus dirigentes (porque, según ellos, es un asunto reservado) implicaría desaprobar también que un pastor divulgara los actos de pederastia ocurridos dentro de su parroquia o que un funcionario público denunciara actos de corrupción. Pertenecer a un medio no nos vuelve sus esclavos ni tampoco sus máquinas, sometidas a cada una de las órdenes de un operador.
Como este, muchos pueden haber sido los casos desconocidos de censura en Colombia; como este, el caso de Santiago Rivas, presentador del programa “Los puros criollos”, de la misma RTVC. Tras conocer que Rivas no estaba de acuerdo con un proyecto de ley del MinTIC —ese que, a grandes rasgos, busca crear un “regulador único” para las comunicaciones—, el entonces gerente de la institución, Juan Pablo Bieri, intentó encontrar la manera de “matar la producción” o, cuando menos, desvincularlo de esta y del medio. ¡CENSURA! Y, como si fuera poco, decidió, cual dictador de las comunicaciones al servicio del gobierno de turno, silenciar también a quien con valentía había decidido denunciarlo. Aunque a raíz de esto Bieri se vio obligado a renunciar, yo repito: ¡CENSURA!
Es indignante pensar que debamos estar de acuerdo con todas las ideas o proyectos que se planteen en el medio para el que trabajamos, sobre todo si este se ufana de ser público. ¿Hasta qué punto es verdaderamente libre el oficio en nuestro país? Como periodistas, y sobre todo como miembros de una democracia, tenemos todo el derecho de presentar, de manera respetuosa y argumentada, nuestras posiciones y puntos de vista, tal y como hizo Rivas. De igual manera, no solo es nuestro derecho mostrar las injusticias…, sino más bien nuestro deber. Porque si no, ¿qué sigue? ¿Que se nos exija votar por determinado personaje político para poder ejercer tranquilamente en el medio? O peor aún: ¿tendremos que callarnos para no caer presas de los vacíos legales de nuestro país? Es importante que pensemos este asunto, merecedor de mayúsculas y signos de exclamación.
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