Por todos lados soy igual, por eso puedo rodar, redondo redondito y de mis hermanos, el más gordito.
Nueve años, piernas gruesas y pantaloneta ajustada. La talla más grande del uniforme de fútbol me quedaba chica y el resorte tallaba mi cintura. Cualquier movimiento escurría la pantaloneta casi hasta media nalga; razón por la cual mi desempeño en la cancha era deplorable.
Escuchaba a los demás del equipo decir: “Pongamos al más grandecito a tapar”. Siempre me ponían a mí, aunque nunca entendí, en mi inocencia, por qué.
Toda mi vida crecí siendo el preferido de mi abuela, o al menos eso creía yo, que todos los fines de semana los pasaba en su casa. Siempre me guardaba el pedazo más grande de lo que cocinara, cosa que no hacía jamás con mi hermano. Esto representaba cierto privilegio, o, mejor dicho, era el consentido.
Toda mi infancia fue sazonada por arepitas, papitas y gaseositas. Tanto amor a mi cuerpo, lo hizo crecer, aunque más hacia los lados. Sin embargo, esto nunca me acomplejó, era muy inocente para determinar esto como un “problema”.
Aún no comprendía por qué al comprar ropa, no encontraba mi talla. Tal vez, la señorita del Falabella no buscaba bien; inaceptable me parecía. Nunca comprendí por qué cuando pasaba aquel vendedor de periódicos siempre me decía: “Uy, se nota que se toma toda la sopita”.
—Y, pues sí, ¿y qué?
¿Ya leíste la historia de una periodista a la que no le gusta escribir?
Cómo olvidar aquel día cuando la ruta escolar ascendía por una calle inclinada, con ese bus tan viejo y sin fuerza, cosa que no fue tan fácil. Sin embargo, y a propósito de la situación, la conductora a modo de chiste me dijo:
—Jacobito, toca que te bajes, estás muy pesado.
Jamás entendí el porqué del comentario, igual me reí como todos en el bus. ¿Cómo puede un niño de 9 años pesar más que una cuarentona arrugada?, me pregunté. Le conté el mismo chiste a mi mamá, cosa que no le hizo tanta gracia. Al otro día la conductora había sido reemplazada, seguro tomó vacaciones permanentes, jamás sabré por qué se fue.
Soy gordito desde la edad en la que ser gordo era sinónimo de ternura. Para qué quejarme si tenía a todas las niñas de la cuadra deseando pellizcar mis cachetes rellenitos. Para qué acomplejarse si desde pequeño ya usaba tallas de adulto. Para qué llorar si tengo las sobras del almuerzo de mi hermano.
En un mundo donde todos son delgados, ser gordo es casi un privilegio, porque al abrazarlos hay más porción por apretar. Al final de todo, en los paquetes de frituras, la papa más gruesa es la más peleada.
Si te gustó el estilo de Jacobo, mira más de él…