Por Cristina Gómez Musson // Especial Chocó
J D Molana nació en Yuto, un municipio a 25 kilómetros de Quibdó. Allí, aprendió que el rap puede ser la mejor herramienta para denunciar y resistir ante las adversidades.
“Bum, tacka, bum, bum, tacka, tacka, bum …”, suena el choque entre la palma desnuda y la puerta de madera del salón de clases. Un conjunto de jóvenes inquietos, vestidos con sus uniformes escolares, se agrupan alrededor de uno de sus compañeros como hipnotizados por la melodía.
Al choque entre la mano y la madera, se suma el chasquido ocasional de los dedos; el silbido; el click-clack de la lengua golpeando el paladar, como si se tratara de un platillo; el aplauso; los golpes sobre el metal, y la expulsión de aire que se asemeja al característico sonido del bombo. El río Atrato, el canto transitorio de las aves y el encuentro de la lluvia con el tejado de la escuela acompañan el improvisado recital. Las rimas entran en acción una vez se compone el ritmo básico, más conocido como la “pista”. Aquí todo se vale. La música retumba en las paredes del pequeño salón. Amontonado sobre el gentío y con los ojos clavados en el movimiento frenético de las manos de su amigo, Juan David siente la melodía invadir todo su cuerpo. Esto es rap; esto es ritmo urbano y su vocación.
Oriundo del corregimiento La Molana, en el municipio de Yuto ⎯a un poco más de 25 kilómetros de Quibdó⎯, Juan David, apodado artísticamente JD Molana, se define como un cantautor rebelde, honesto y creativo que ve en el rap “la manera más bonita para expresar o protestar por cosas que a uno como persona no le parecen”. Sonriente y despreocupado, entra a la reunión de google meet con la cámara y el micrófono prendidos. Me saluda como si me conociera de antes, como si se tratara de una amistad que trasciende la evidente distancia entre nosotros: él en Quibdó y yo en Bogotá. Lleva puesta una camiseta blanca con un estampado tropical azul y verde. Intento imaginar el resto de su atuendo, pues la cámara apenas me deja ver lo que lleva en la parte de arriba. Su pelo es negro, despeinado y abundante.
Cada vez que gesticula o se ríe, echando la cabeza para atrás, sus crespos salvajes se mueven de un lado a otro y rebotan contra su frente de manera desorganizada. Tiene bigote y una sonrisa enorme que devela una línea perfecta de dientes blancos. En el sonido de fondo, me logro percatar de la presencia de más personas en su entorno, al menos un hombre y una niña. Por momentos, la atención de JD se desvía hacia lo que está más allá de la cámara, eso que no puedo ver. Mira, pica el ojo o hace alguna mueca casi imperceptible y continúa hablando, mientras retoma el hilo de la conversación con absoluta naturalidad.
Nuestra charla toma como punto de partida su pueblo. Los recuerdos de JD se esparcen entre la imponente vegetación selvática, las playas del río Atrato, las barcas de pesca, la institución educativa de Samurindo y las casas de madera con tejados de zinc. Me habla con nostalgia y afecto sobre la quebrada en la que se bañaba, la dulzura del agua y el tiempo que pasaba frente a la orilla con su hermano componiendo. “En el Atrato, tratábamos de encontrar ese espacio, así solo, donde podíamos estar los dos, y concentrarnos totalmente”, dice mientras se acaricia el mentón.
Hoy continúa trabajando con su hermano, aunque ya cada quien tiene una fijación específica en la industria; Juan David canta y su hermano produce. “Yo le hago referencia a alguna locura que tengo por hacer y él, normal, la acepta, no todo el tiempo, pero la acepta”, comenta risueño. Cuando habla de su corregimiento, lo hace con orgullo. Entre risas rememora su infancia bañándose en las playas del Atrato; bailando danza tradicional en las fiestas patrias durante la época decembrina; jugando con sus vecinos a improvisar, y trepándose en las copas de los árboles más altos, para bajar deliciosas frutas que ahora compra en los supermercados de Quibdó ⎯aunque para él eso “nunca será lo mismo” ⎯.
Para Juan David, el rap es una forma de generar consciencia. Sus letras retratan el panorama social de la comunidad, la historia del territorio, y cuentan, a modo de denuncia, lo que está pasando. “El rap es luchar por lo que hay que luchar”, dice.
La música siempre estuvo presente. Justo como el curso intrépido de ese río donde por tantos años nadó, los ritmos del pacifico corrían por sus venas en forma de tambores, cantos y danzas. Su primer acercamiento al rap fue por medio de Jairo, un amigo que le dio lo que él denomina como “ la moral”. Sus primeros referentes fueron artistas de reggaeton provenientes de República Dominicana y Puerto Rico como Daddy Yankee, y si bien dice que aún disfruta de la música comercial, su propuesta como cantautor es diferente. JD nunca cambió su estilo personal por el rap.
Aunque por un tiempo alcanzó a entrar en la moda de la ropa ancha inspirado en el característico swag jamaiquino, su estampa como artista se mantiene. “No soy cerrado con eso. No digo que el rap tenga un código. Soy abierto a todo, a muchos estilos”, cuenta sosteniendo un extremo de su camisa con su mano. En el 2014 hizo su debut, su primer show, en Yuto donde compartió escenario con Andy Caicedo y Michael Bueno. Para ese entonces el grupo eran tres: él, su hermano y “otro parcero”. Fue en ese evento donde Juan David conoció la corporación Manos Visibles, una organización no gubernamental que “potencia y conecta liderazgos” en el pacifico colombiano. Desde ahí, la música es su vida y su trabajo.
Para Juan David, el rap es una forma de generar consciencia. Sus letras retratan el panorama social de la comunidad, la historia del territorio, y cuentan, a modo de denuncia, lo que está pasando. “El rap es luchar por lo que hay que luchar”, dice. Como artista ve en el rap una posibilidad de justicia, paz y reconciliación, y manifiesta que el miedo no debe ser un impedimento para hacer música que diga la verdad. Cuando habla de sus líricas, lo hace con pasión y orgullo. Dice que el rap es un género marginado y malinterpretado. “No todos los que hacemos rap somos delincuentes o consumidores de drogas”, comenta en un tono un poco más serio. JD no es un tipo arrogante ni se jacta de ser un artista de renombre que ha abandonado el recuerdo de su pueblo y de sus raíces; más bien, es un joven honesto, humilde, que reconoce el impacto que ha tenido su música y su legado en la juventud de La Molana. “Así como nosotros seguíamos a Jairo, ahora hay otros pelaos que nos siguen a nosotros, y es importante, por eso, generar ese ejemplo de superación, fuerza y resistencia”. Dice que si tuviera la oportunidad de vivir en otra ciudad, escogería Medellín, porque su industria musical es “una chimba”.
Sobre la situación actual en su departamento, se muestra afligido y frustrado. “Lo que vivimos acá los artistas es complicado. Hay personas que no valoran el arte. Entonces, es una lucha que tenemos acá en que las personas empiecen a enamorarse de lo que uno hace”. Dice que en el Chocó hay muchísimo talento y que el país tiene que voltear la mirada al Pacífico. Su invitación es a visitar, a apostarle a la cultura local, a recorrer los barrios y ver la realidad desde una perspectiva diferente: una esperanzadora.
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