A través de su trabajo fotográfico, Germán Ortegón hace una reflexión sobre las mutaciones que trajo la pandemia de la Covid-19; cambios en la vida, la experimentación artística y la enseñanza.
El primero del que se tiene recuerdo que dijo “lo único que permanece en el universo es el cambio” fue Parménides y, de la misma manera, dos días a la semana me digo que como todo cambia, lo que no puedo esperar es el cambio.
Tres meses después de anunciar en el lejano oriente el nacimiento del Covid, nos fuimos aterrados a resguardarnos en cuatro paredes, que en mi caso me esperaban cinco pisos arriba del suelo, al lado de la ilusión, de que pasando la doble puerta no me contagiaría del pequeño virus. Solo había que estar encerrado unos cuantos días… y ya.
Otra vez viernes y despertar a las seis de la mañana, ya con menos prisa, para llegar a una clase de siete, la que por esta ocasión no requiere mi presencia física y me reta a entusiasmar a los estudiantes para repensarnos en el nuevo modelo de formación como la espiral que crea el número ocho y da ritmo al símbolo del infinito.
Ya, el lunes a las nueve de la mañana, todos atendieron el llamado como los once jugadores protagonistas de la crónica sobre uno de los porteros más ‘malos’ de Colombia, que debía presentar un grupo de estudiantes de la clase de Reportaje y Crónica para televisión. No faltaron las risas y las preguntas sobre el futuro incierto que se avecinaba.
Doce minutos de vídeos, en capítulos de tres cada uno, para pasar una cuarentena con historias que recogían relatos de personas que nos ayudan a abrir los ojos para comprender la riqueza de cuentos que se esconden en los barrios, las calles y las esquinas de la inmensa Bogotá.
A las trece horas del mismo lunes, me conecté para recibir a los 14 estudiantes de Periodismo Televisivo, quienes en los primeros 15 minutos, escucharon la estrategia para desarrollar desde casa los próximos informativos virtuales de Directo Bogotá Televisión. Convencidos de que era posible deconstruirnos y llevar a cabo esta hazaña informativa, sin tocar la calle y aprovechando los recursos tecnológicos que ofrece la Universidad y los equipos propios de casa, cerramos la clase a las dieciséis con la meta de hacer el primer noticiero lejos del laboratorio hipermedial.
A las diecisiete horas empecé a darle vida a lo que sería mi trabajo fotográfico en la cuarentena. Ya rondaba en mi cabeza el poema de Federico Garcia Lorca Eran las cinco de la tarde, que desde mi adolescencia me intrigaba por el hecho de que era la hora en que morían los que saben morir.
Luego de hacer varios ensayos desde la puerta del garaje del edificio para ver qué pasaba todos los días a esa hora poética, y de no encontrar el plano, ni el enfoque preciso, subí las 75 escaleras que me llevarían hasta mi puerta. Al buscar algo de comida, me encontré con una carne envuelta en papel aluminio y en ese instante se me iluminó la lente. Por fin podría dar vida a una serie de fotos que había tenido muchos ensayos fallidos en mi cámara. Era el momento de retratar algunos objetos de mi casa y, por primera vez, hacer fotografía experimental.
Lo primero que hice, fue pensar en las parejas que dialogarían en el relato, en cómo cada objeto se encargaría de narrar un pedazo de mi historia y del viaje de cada uno de ellos hasta esta casa. Así fue que tomé nueve fotografías de mis cosas preferidas y le hice un homenaje a la cámara en la imagen número diez. La serie recoge mi corta vida en la era del Covid 19 y me reconfirma lo que ya habían dicho los griegos “todo está mutando”.
Mira nuestro especial de cuarentena: Directo en casa