Santiago Almeida // [email protected]
La obra Fragmentos de Doris Salcedo se expone desde diciembre de 2018. Santiago Almeida reflexiona sobre el dialogo que tuvo con la obra y como se encontró con la imagen de su abuelo en medio del silencio de Fragmentos
Pisar las cicatrices de la guerra fue un ejercicio que me ha hecho sentir diminuto, prescindible y aterrorizado frente al peso que le dejaron 60 años de violencia a mi país. No solo me recordó que solo soy un rolo clase media-alta pisando los residuos de una guerra luchada por otros que, con las manos embarradas de un tibio almizcle de tierra y sangre, dieron sus vidas, sus cuerpos, su dignidad por un país indiferente y sin memoria. Que las 37 toneladas que pesa esta obra nos abofeteen cada vez que la pisemos está muy bien. Pero hay un factor sinestésico y extrasensorial que no pude pasar por alto.
Un martillo de oxidado acero, viejo, sulfatado y corroído por los años, un mango marrón oscuro de madera lisa. Una mesa de roble entretejida por clavos olvidados que irónicamente la mantienen aún en pie. A pocos centímetros, una vasija metálica donde escupir las habas tostadas que terminaba de masticar. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba un baño de exactamente seis minutos, se ponía su vestido de paño, abotonaba su camisa almidonada, un buen sombrero y al ras rasurada.
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Bajaba las escaleras, seleccionaba la corbata que sometería el pellejo de su cuello, tostaba y salpimentaba las habas para el día, se miraba en el espejo y se dirigía al cuarto de herramientas. Tomaba su martillo y un tarro rebosado de clavos viejos y puntillas torcidas. Sacaba su mesa al patio, y hora tras hora clavaba sus tachuelas en la mesa. Cuando caía la noche giraba su martillo, retiraba tantos clavos como fuera posible y los colocaba nuevamente en su tarro. Así fueron los últimos tres años de vida de mi abuelo, desquitándose con aquella mesa.
Era un movimiento por defecto, mecanizado por inercia, y poco lograba distraerlo. Hacía mucho calor y había olvidado quitarse su abrigo, paró… Con su manga limpió el sudor de su frente, levantó la mirada y clavó sus ojos en los míos. Agitado, respirando a toda máquina, con un clavo en una mano y en la otra su martillo. Casi podía escuchar como exhalaba, cómo el martillo se le escurría de las manos, oía la sal sobre las habas, el óxido de los clavos, juro que cuando paró de golpear la mesa, fue la primera vez que sentí el silencio en mi vida.
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Cada pisada que daba sobre aquellas láminas en medio del silencio, me recordaba los batacazos que daba mi viejo. Cada pisada resonaba en mi cabeza, y sonorizaba los 800 metros cuadrados del lugar. Si bien el espacio no produce ningún ruido, hay un componente sonoro que no se esconde: son los lamentos en cada grieta, lo que nunca se gritó por miedo a morir, la bala que amenazaba con atravesar la cabeza de quien no se dejara violar. El martillazo de desesperada liberación de tantas mujeres a quienes les desgarraron su vientre a plomo.
Fragmentos es un espacio que le martilla la vida a quien lo visite, que le recuerda el sufrimiento de las 15 mil mujeres que fueron víctimas de delitos sexuales durante el conflicto. Nos da la sensación de que al caminar ̶ se clava un clavo con la planta del pie que avanza y se despega otro con la que se levanta. Nos adentra en una encrucijada, pues cada grieta, cada cicatriz en el acero, merece una vida de atención y conciencia mas no una pisada hacia el olvido porque aun hoy, como en la mesa de mi difundo abuelo, yacen clavos que se olvidaron e incrustados permanecerán. Pero lo realmente hermoso en la obra de Salcedo es que todo lo dicho en estas líneas importa una mierda, porque contra cualquier guerra no hay martillo sacaclavos ni pañitos de agua tibia que valgan.
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