Esta es la historia de Vincenzo, un hombre que en 1958 tuvo que huir de su país, Túnez, y terminó llegando a Bogotá. La suya es la vida de un cuentista oral con un brillante ingenio: Un día le compró a una de sus nietas un globo terráqueo de plástico. Cada noche lo tomaba en sus manos y decía: “voy a darle una vuelta hasta que deje de girar y buscamos un destino: tú me dices el país y la capital y yo te cuento un cuento”.
Por Valentina Giannini
—Tu eres como el loro del turco, que no habla, pero piensa mucho—
Esa era solo una de las muchas frases que repetía una y otra vez, sentado en el sofá marrón del “cuarto de la televisión” con su chaleco de lana y pantalones grises. La casa, llena de historias, parecía un museo: cuadros y recuerdos de sus viajes a Italia, Túnez, Francia y Portugal; regalos de amigos lejanos, teléfonos antiguos, vasos, platos, tazas y un olor a cigarrillo particular. En la cocina, una tela con el mapa de Sicilia enmarcado, todas las provincias de un color diferente; se paraba enfrente y comenzaba a contar la historia de todas, una a una.
Si te sentabas a su lado de seguro tenía algún cuento que contarte. Usualmente iniciaba con una pregunta: “¿sabes cuál es la diferencia entre un tinto y un café” “¿Quieres que te cuente la historia de Mahoma?” “¿Quién es el señor del bigote que causó la Segunda Guerra Mundial?” Su cabeza era como una biblioteca, o como un mapamundi, y siempre, siempre, tenía algo que decir, hasta que un día las palabras dejaron de salir. Vincenzo fue músico, artesano y mecánico, pero sobre todo: un gran contador de historias…
El 12 de agosto de 1939 nació en Manouba, una ciudad ubicada en el norte de Túnez, África. Veinte años atrás su familia había emigrado desde la Isla de Sicilia, Italia, para reclamar tierras que estaban ofreciendo en aquella colonia francesa. Sus padres, María y Giuseppe, se mudaron junto con sus respectivas familias a pueblos aledaños hasta que se conocieron, se casaron y tuvieron cuatro hijos; Antonietta, Francisco, Jacinto y Vincenzo, que era el menor de todos sus hermanos y el bebé de la familia. Juntos vivían en una finca rodeada de olivos, higos y duraznos. Justamente, de allí creció el amor de Vincenzo por las aceitunas; el fruto verde, negro o púrpura que recolectaba desde niño y que nunca hizo falta sobre la mesa en ninguno de los países que llamó hogar. Hoy su familia sigue comiéndolas a diario, y su esposa, Mirella, guarda un frasco lleno de ellas sobre el mesón de la cocina en su apartamento en el Park Way, en Bogotá, la ciudad en la que vivió desde 1960.
Los cuentos sobre la infancia de Vincenzo parecían infinitos, cuando se sentaba a hablar de ese entonces la expresión en su rostro era diferente, se notaba el amor con el que recordaba aquella tierra que lo acogió y que fue su hogar por más de 18 años, hasta que en 1958 tuvo que huir debido a la independencia de Túnez y las nuevas leyes en torno a las comunidades no musulmanas en el país.
Además de su amor por las aceitunas y el cous cous, Vincenzo tenía una afición por las motocicletas y la mecánica. Cuando tenía alrededor de catorce años, en Túnez, creó un taller de reparación junto con sus hermanos y otros amigos. Su sueño siempre fue tener una moto propia y con el tiempo le fue posible comprarla: una Vespa color crema de segunda que reparó. Con ella recorría las estrechas calles de la ciudad y los amplios paisajes. Sus hermanos decían que era exorbitantemente veloz y todo el tiempo estaba “cacharreando” para hacerle mejoras y arreglos, —llegaba con las manos llenas de grasa todas las noches—.
Una de sus historias más contadas sobre esa época era la del día en el que perdió la memoria luego de un accidente; decía que en una curva perdió el control de la moto y salió volando, se golpeó la cabeza y olvidó todo durante tres días, hasta que al cuarto lo recordó. Luego de ese acontecimiento Vincenzo dejó de montar en motocicleta, aún así, disfrutaba verlas en la calle y en su vejez iba a concesionarios solo a observarlas. Solía ver programas sobre ellas en Discovery Turbo, History Channel y TLC, sus canales favoritos, sentado en el mismo sillón de siempre.
En la televisión también veía crónicas de viajes y aventuras; historias paranormales, cuentos sobre marcianos, mitos y leyendas. Su programa favorito durante años era “El precio de la historia”, pues le encantaban las antigüedades y también las coleccionaba él mismo. Dentro de sus posesiones más valiosas estaba su colección de monedas del mundo, de billetes, de estampillas, de postales, de cañas de pescar y de rocas. Todas ellas las conserva su familia.
Otros de sus objetos más valiosos los guardaba en su oficina en la Once Sur, donde estaba ubicada Induart, la fábrica que abrió con sus hermanos luego de llegar a Colombia como migrante desde Turín (la ciudad a la que había huido luego de la independencia de Túnez).
En el segundo piso de la casa esquinera, de fachada blanca y azul, estaba su oficina con sofás blancos, estantes altos y un escritorio con una máquina de escribir. Allí pasaba la mayoría de sus días hasta pensionarse casi a los 70 años; hablando con sus empleados y comiendo fritanga, su comida favorita que compraba en “Cuatro Vientos”, un local que quedaba a tan solo unas cuadras de su trabajo y de la casa donde vivía con su esposa e hijos.
Él mismo había diseñado y construido un ascensor metálico enorme que utilizaba para transportar los diferentes objetos de un piso a otro; Vincenzo podía construir de todo, desde un parque infantil que hizo para sus nietas en su finca hasta una casa, un triciclo, un automóvil y un elevador.
Sus empleados dicen que siempre actuó como un padre para quienes trabajaban con él, en su bodega se celebraron cumpleaños, navidades, aniversarios, fiestas de quince años, bautizos y hasta matrimonios, siempre permeados por la música y la buena comida. Además, en el patio de la casa tenía una “granja de caracoles”, pues era una de sus comidas favoritas y decidió criarlos para cocinar y vender.
A cualquier lugar al que iba, Vincenzo llevaba una radio consigo, y sus historias en la mente para compartir con sus amigos, vecinos y hasta con las personas desconocidas. Fue su facilidad para entablar conversaciones lo que lo llevó a hacerse amigo del tío de su esposa en el barco que lo traería a Colombia, permitiéndole conocerla cuando ella tenía diecinueve años y él veintiuno. Desde ese momento, Mirella y Vincenzo se volvieron inseparables, tanto así, que la mejor amiga de ella se enamoró de uno de los hermanos de Vincenzo y, el nueve de junio de 1962, celebraron una boda doble en la Iglesia del Divino Salvador en Teusaquillo, un barrió que le encantaba y en el que logró comprar su apartamento a finales de los 80.
El trabajo en la empresa que había creado con sus hermanos, fabricando muebles y comedores, les permitió realizar una serie de viajes, todos planeados por él, en los que recorrieron sus ciudades de origen y otros países de Europa y África. Uno de sus mayores logros fue llevar a Mirella a Manuba para que conociera los caminos que recorría durante su juventud y presentarle a Mohamed, uno de sus mejores amigos de la infancia que los recibió en su casa con los brazos abiertos. Así mismo, viajaron por Colombia y visitaron el Amazonas; decía que fue uno de sus viajes favoritos debido a su amor por los animales y la naturaleza, siempre tuvo mascotas y disfrutaba cuidar de ellas, especialmente de su perro Lucas que le robaron un día en la finca donde lo tenía.
La geografía era una de las más grandes pasiones de Vincenzo y de sus hermanos, por eso un día le compró a una de sus nietas un globo terráqueo de plástico con el que se sentaban a jugar después de que llegaba del trabajo. En la sala de su apartamento, cada noche, tomaba el globo entre sus manos y decía —vale, le voy a dar una vuelta al globo hasta que deje de girar y buscamos un destino, tú me dices el país y la capital y yo te cuento un cuento—. Viajaba a través de sus palabras, desde España hasta Turquía, parecía que lo sabía todo, y quizás eso era porque leía desmesuradamente, o porque había recorrido mil lugares, hablado con cientos de personas y haciendo amigos en cada destino.
En los cajones de su mesa de noche aún quedan los restos de algunos de sus libros; desde La Biblia hasta el Corán, en francés, en italiano o en árabe, consumía palabras casi a la misma velocidad en la que hablaba y de allí surgían los cuentos que compartía desde la cabecera de la mesa en cada celebración…
—Apenas llegado a Colombia entré a una cafetería y le dije a la señorita que me trajera un café, cuando me trajo un café con leche quedé espantado, así aprendí que lo que yo quería era un tinto—, esta era una de las historias que más repetía, al igual que la del primer día en el que le dieron lechona:
—le dije al señor que no me gustaba nada que tuviera leche, que me hacía daño, y comenzó a reírse; me dijo “Vicente esto no tiene leche, es cerdo relleno de arroz y otros ingredientes”, yo no tenía idea, ninguno de los dos podía parar de reír—.
En su finca en Chinauta Vincenzo tenía estantes llenos de libros que hoy siguen existiendo aunque con páginas amarillas y devorados por el gorgojo. Estos eran su entretención y su actividad de todas las noches antes de irse a dormir, siempre muy temprano para trabajar o pasear al día siguiente. Para él el sueño era fundamental, todas las tardes tomaba la siesta sin importar dónde estaba, solía roncar y decir que era mentira; cuando tenía mucho sueño decía que no estaba durmiendo sino que estaba —descansando los ojos—, que se le cerraban sentado mientras hablaba o veía cualquier programa.
Con sus historias llevaba a quienes estaban con él a un viaje en el tiempo, además, la música siempre fue un ingrediente fundamental en su vida. Sabía tocar la armónica, la batería, las maracas y la guitarra, e influyó en sus nietas para que cada una aprendiera a tocar un instrumento. Creó una banda junto con sus hermanos durante uno de sus trayectos en buque desde Túnez hasta Turín; contaba que se reunían a tocar todas las noches y eran la sensación del barco, llevando la fiesta a cualquier lugar del mundo. La Tarantela era uno de sus géneros musicales favoritos, además era un muy buen bailarín y la tradición de cantar y bailar la trajo hasta Colombia, todos los diciembres bailaba hasta no poder más y comía un millón de postres, —era muy dulcero—.
Con el pasar de los años, ya jubilados, con hijos y nietos, en navidad y año nuevo Jacinto, Vincenzo y Francisco desaparecían entre los armarios buscando los instrumentos polvorientos para volver a aquellos días de juventud. Durante sus últimos años de vida, la música, ahora en YouTube, le alegraba los días mientras se sentaba a comer chocolatinas Jet en su apartamento, o a ver por la ventana, que daba directamente a los árboles del Park Way con calle 39.
También solía ver “Caso cerrado” con Mirella y comer pasta todos los días acompañada de su postre favorito: gelatina de cereza con leche condensada. Peleaba falsamente con su esposa, dormía todas las tardes y le hablaba hasta a los doctores de Emermédica que ibas a visitarlo por sus problemas respiratorios, incluso a ellos los detenía en medio del trajín del día para hablarles de sus viajes o de su familia.
Su familia siempre lo describió como un gran contador de historias, al igual que sus conocidos y amigos (que tenía muchos, por cierto), a pesar de que al final de su vida, durante la pandemia del Covid-19 su voz comenzó a callarse. Ya no comía sus comidas favoritas, ni salía; tampoco tuvo energía para celebrar su cumpleaños número 80 tan solo unos meses antes de fallecer, el nueve de noviembre de ese año.
Vincenzo fue un hombre de espíritu inquieto, más que un músico, artesano y mecánico; fue un narrador apasionado de su vida, llenando su hogar con recuerdos de viajes, objetos antiguos y, sobre todo, historias que transportaban a su familia a través del tiempo y el espacio. A través de sus relatos dejó un legado de conexiones familiares, aventuras y pasiones que continuarán vibrando en la memoria de quienes tuvieron la fortuna de compartir su vida.